domingo, 8 de noviembre de 2009

DOLOR DE MUELAS


Un persistente escozor torturaba sin piedad mi encía superior, afectando a mi mejilla derecha. Un impresionante dolor de muelas estaba alcanzando su pleno apogeo cuando llegué al lugar idóneo para su tratamiento, la consulta del doctor Cabrera, un renombrado odontólogo que me había recomendado Maria, mi esposa.
Me llenó de inquietud el sonido de chicharra bronca que emitió, al ser pulsado, el timbre junto a una puerta marcada con el número cuatro y pintada de blanco marfil en el primer piso de un inmueble sombrío. Abrió una enfermera bien parecida.
--Pase ¿Cuál es su nombre? -- una voz tintineante y musical brotó de la boca de aquella belleza, mitigando por un instante las punzantes arremetidas del ariete del dolor.
--Ramón Santaella.
--Usted llamó hace hora y media? Tiene cuatro pacientes por delante --me invitó a pasar con una sonrisa y cerró la puerta-. ¿Es la primera vez que viene?
Nunca había acudido a la consulta de un odontólogo. Ya había sido víctima indefensa de dos dolores de muelas anteriormente, y puedo afirmarles que, aunque pasé por un verdadero infierno de dolor, nunca me atreví a ponerme en manos del dentista ante lo atribulante de una extracción.
La amable chica, en impecable uniforme blanco y no menos impecables piernas, lideró el camino a la derecha a través de un largo pasillo hasta desembocar en una sala iluminada por dos fluorescentes. Mientras caminaba, mis ojos no se despegaban de la abundante melena en color caoba que caía vaporosamente hasta la cintura de la mujer.
--Buenos días -- saludé cortésmente al pisar la sala de espera. Me correspondió un apresurado murmullo de voces apagadas.
En el centro de la espaciosa estancia había una mesita baja con ejemplares de revistas y periódicos atrasados. En la pared del fondo, a la derecha los amplios cristales del balcón, cubiertos por visillos blancos, filtraban la escasa luz natural del exterior. La mañana gris, de luz débil, atravesaba a duras penas aquellos cedazos de tela fina. El tráfico rodado de la calle no dejaba de lanzar ráfagas ora amortiguadas, ora vivas, de motores que pasaban de largo para perderse en los cruces inmediatos.
Junto al balcón, un sofá de dos plazas acomodaba en su seno a una atractiva mujer de tez morena, de unos treinta y cinco años, cuyos ojos estaban cubiertos por unas gafas de sol estrechas, supuestamente para ocultar las huellas que le estaría dejando en el rostro un martirio tan cruel como el mío. Al percatarse de la molesta insistencia de mi mirada, se ajustó nerviosamente la minifalda azul, que le había dejado al descubierto casi medio muslo.
Al lado de la dama se sentaba un hombre enjuto, en un traje azul marino, representando unos cincuenta años de edad. Su rostro solemne ostentaba un poblado bigote. Con los codos apoyados sobre las rodillas, estaba enfrascado en la atenta lectura de un ejemplar de la Gaceta del Sur.
Tras mirar a mi alrededor, decidí ocupar el asiento más alejado del sofá que estaba a mi izquierda, justo al entrar en la sala. En él, en la mitad, a caballo entre los dos asientos se encontraba un joven, nítidamente vestido de sport con pantalón vaquero y una zamarra de cuello de piel. Al advertir mi intención de sentarme a su lado, el joven se desplazó rápidamente a la derecha para dejar mas espacio libre.
Ya acomodado, a mi izquierda vi la llamativa imagen en cerámica de un dálmata blanco en posición sedente, salpicado de abundantes manchas negras. A tamaño natural, la quieta escultura clavaba su mirada fría en el vacío, sin mirar a nadie en particular; en su gélida piel se dibujaban translúcidos destellos alargados por efecto de las luces del techo. Aquella sólida representación ornamental de un perro estaba de moda en casi todas las salas de espera de los médicos y abogados de la ciudad.
En un intento de olvidar o, al menos, de paliar mi agudo dolor, paseé la vista por la pared frente a mí. Un tercer sofá servía de asiento a una mujer morena de ojos pequeños y nariz ancha; tenía el pelo castaño cortado a la altura del cuello y sus piernas eran gruesas sobre unos zapatos negros de tacón mediano. Le acompañaba un niño de unos siete años, que permanecía quieto junto a la que debería ser su madre. A la derecha, una puerta cerrada provista de una cristalera servia de separación entre los pacientes expectantes y la sala de consulta.
En la pared de la derecha, junto a la entrada del pasillo, dos confortables sillas rojas finamente tapizadas y con espaldares marrones profusamente grabados con dibujos de flores esperaban vacías la llegada de más enfermos. Por encima colgaba un reloj redondo, que marcaba las diez y diez. Su monótono tictac me recordaba el reloj de dial amarillento y desgastados números romanos que mi suegra conservaba en su comedor desde el día de su matrimonio, orgullosa herencia de sus padres. Tras un cristal dentro de un estrecho marco negro, entre el reloj y las sillas un diploma firmado por las autoridades académicas competentes confería la capacidad de ejercer como odontólogo al titular de la consulta.
Una vez que hube examinado a placer los detalles de la sala de espera y los desganados rostros que en ella languidecían, mi mente, atormentada por el cansancio, me obligó a cerrar los ojos. Mientras un martillo golpeaba sin parar un clavo infinitamente largo en las entrañas de mi muela enferma, me obsesioné en evocar los difíciles momentos vividos durante la noche anterior.


--“¡Qué dolor de muelas me está entrando!”, acababa de despertarme un súbito pinchazo en la encía superior. Un aguijón agudo hacía de la suyas en el lado derecho de mi rostro.
Maria dormía a pierna suelta a mi lado. No me atreví a despertarla. Con la edad el estado de mis piezas bucales había comenzado a resentirse, pues de pequeño la higiene dental de la familia no había sido tema prioritario en las normas de aseo del hogar.
Con la corazonada de que aquellos síntomas prometían proporcionarme un despiadado dolor de muelas, me calcé las zapatillas y anduve hacia el cuarto de aseo. En el pequeño armario junto al espejo busqué algún tipo de analgésico. Había un bote con los sedantes que María toma antes de irse a dormir, un sobre de aspirinas, un bote de alcohol, agua oxigenada, algodón.
Resignado, desgarré el envase de las aspirinas y deposité una de ellas en la palma de la mano. “Menos mal que no están pasadas de fecha” En la cocina llené un vaso con agua y deposité el medicamento en medio de la lengua. Tragué el remedio ácido y bebí el contenido del vaso basta que el improvisado placebo fue a despertar mi estómago dormido con la fría impresión nocturna del agua del grifo.
Cuando regresé al dormitorio, María estaba incorporada en la cama en su radiante camisón rojo. Me observaba con ojos ahítos de sueño.
--¿Te pasa algo, amor?
--Estoy rabiando con un dolor de muelas terrible.
Hace una hora que me desperté y no puedo pegar ojo. “Tomaste algo?
--Una aspirina. Es lo que había.
Ese mismo día por la tarde tenía prevista una reunión en la oficina entre la dirección y los jefes de ventas de Madrid. Valencia y Bilbao. Menudo humor tenía yo en ese momento para reuniones y mucho menos para discutir negocios; buena ocasión para un inoportuno dolor de muelas.
--
Ven, Ramón. Échate a mi lado -- me dijo mi mujer, solícita --. ¿Dónde te duele?
Me tendí en la cama junto a María, que modificó la posición de la lámpara de la mesita de noche para evitar que me diera la luz de lleno en los ojos.
- -Deberías pensar en arreglarte esa boca -- dijo mi esposa acariciándome con suavidad la zona dolorida -
-. No quiero ser pesada, pero vas a tener que dar una solución a esos dolores de muelas.
-- Y qué puedo hacer? Con el dichoso trabajo estoy hecho un esclavo. No tengo tiempo ni para mí
--Coge cita con el dentista en días esporádicos, los que a ti te convenga. No tienen por qué ser seguidos.
-- Tienes razón. A primera hora de la mañana busco un dentista. No aguanto más.
--Mamá se ha puesto en manos de uno muy bueno —dijo María, que, tras levantarse de la cama de un salto, abrió el ropero y sacó su bolso. Del interior extrajo una pequeña tarjeta amarilla.
“Francisco Cabrera Beltrán, odontólogo” decía en aquel pedazo de cartulina. Aquello era mi tabla de salvación, un oasis en el vasto desierto del dolor. Mi encía continuaba soportando ásperos y rigurosos azotes. La aspirina apenas me había hecho efecto.
- -Llámalo, Ramón. Mamá está muy contenta. Le está haciendo unos empastes y le está dejando la boca como nueva --María me había con vencido--. ¿Te sientes mejor ahora?
-¡Qué va! --respondí de mal humor con un soplido, sentado en la cama con la mano pegada a la mejilla derecha.
María me dio un beso en la otra mejilla, se acostó y me dio la espalda. Me quedé a solas, a oscuras, con mi sufrimiento. Miré el reloj de la mesita de noche. Las perezosas manecillas marcaban las dos y media de la madrugada. Apagué la luz.


--Que pase el primero, por favor -- me sacó del amodorramiento la agradable voz de la enfermera.
Tras unos segundos de titubeo, como quien acaba de despertarse, el hombre del bigote, que estaba sentado junto al balcón, depositó el ejemplar del periódico encima de la mesa. Carraspeó levemente y se puso en pie. Se abotonó la chaqueta oscura con un gesto visible de preocupación, acentuado por el decaimiento del tupido mostacho, y se dirigió hacia la puerta de la consulta, junto a la que le esperaba la pelirroja enfermera en el interior. La chica cerró suavemente detrás de la figura estilizada del hombre.
Miré a los demás: rostros taciturnos, semblantes intranquilos me rodeaban por doquier; el entorno no podía ser más deprimente.
Recordé la llamada telefónica que había hecho muy temprano desde casa a Pili, mi secretaria, excusando mi ausencia. Le había dado instrucciones claras y concisas para que atendiera debidamente al director y a los delegados hasta mi llegada. La reunión tendría lugar a las cinco de la tarde. Había tiempo de sobra.
Saqué mi paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta, pero lo retorné avergonzado a su sitio. La mujer del niño me miraba con cierto reproche, señalando con su mano hacia la pared a mi espalda, en la que un aviso, que yo no había visto, decía: “Se ruega no fumar”.
--Si quiere fumar, salga al pasillo -- señaló la joven de la minifalda en voz baja desde mi izquierda--. No es la primera vez que vengo, y cuando tengo ganas de fumar, salgo ahí fuera. Lo que tiene que hacer es abrir la ventana del fondo del corredor para que salga el humo.
Hice caso de la indicación y salí de la sala de espera. Mis nervios estaban a punto de estallar; necesitaba experimentar los tranquilizantes efectos de la nicotina a pesar de que dicen que fumar es perjudicial para la salud.
Ya en el pasillo, con dedos temblorosos, extraje un emboquillado del paquete y lo encendí utilizando el pequeño mechero de oro, regalo de María con ocasión de mi cuadragésimo cumpleaños. Tras saborear la primera bocanada de humo con el escaso deleite que me permitía el dolor de muelas, la expulsé de forma ruidosa.
Al pasear a lo largo del corredor, me llamaron poderosamente la atención dos litografías de mediano tamaño, que colgaban de la pared a mi derecha. Una representaba los Girasoles de Van Gogh encerrados dentro de un sobrio marco marrón que hacía juego con la tonalidad general de la obra. Junto al Van Gogh, otra litografía representaba los Nenúfares de Monet con velados azules en un marco similar; otra maravilla del arte pictórico del siglo XIX. “Pobres pintores de hoy. Entre la fotografía y la litografía adornando paredes, mal porvenir se les presenta”, pensé para mis adentros como si mi espíritu buscase la simpatía, la conmiseración de este sufrido gremio ante mis molestias bucales.
Al final del pasillo, por la ventana a la que había hecho alusión la mujer de las gafas oscuras, penetraba una luz difusa que sumía el corredor en una imperceptible penumbra.
Atraído por el reflejo me encaminé hacia allí. Abrí completamente la hoja de la ventana y me asomé. Abajo en un patio interior, entre grises oscuros, se entristecían macetas de diversas plantas, entre las que descollaban abundantes geranios.
Un techo de cristales de colores a la altura de la azotea, a modo de cúpula, frenaba la depauperada luz natural del cielo cubierto, proporcionando a las plantas un aspecto apagado dentro de la melancolía dominante en el patio. Como contrapartida, un agradable y suave olor a fritura ascendía desde algún lugar del lúgubre inmueble.
--Hasta otro día, don Manuel. -- oí a mis espaldas la voz de la enfermera despidiendo al primer paciente. Me di la vuelta y vi al hombre alto en el momento de alcanzar la puerta. Cubría su mostacho con un pañuelo salpicado de manchas de sangre recientes.
No pude evitar un escalofrío. Apuré el cigarrillo y deposité la punta casi consumida en el cenicero de pie metálico, junto a la puerta de entrada del piso.
Mi muela en tormento estaba siendo hurgada por un hierro candente que actuaba sin miramientos. Un dolor de mil demonios invadía todo el lado derecho de mi cara hasta el oído. Palpé con la mano mi mejilla, pero no observé síntomas de inflamación aparente.
Cuando regresé a la sala de espera, más tranquilo tras el reconfortante cigarrillo, ya había entrado en la consulta el joven de la zamarra.
El sofá estaba ocupado ahora solamente por mi intranquila persona.
--Tiene mala cara, joven --me dijo la dama de las piernas gruesas, sentada en frente--. Le debe estar dando fuerte el dolor.
--No lo sabe usted bien, señora -- dije llevándome instintivamente la mano a la cara --. ¿Qué le pasa al niño?
--La criatura ha pasado la noche rabiando con una muela de leche. Está mudando y ya empieza con problemas en la boca. Estoy harta de decirle que no coma tantos caramelos, pero nada, como si le hablara a la pared.
--Cuídele. Yo, por no haberlo hecho de joven, aquí me veo.
Un suspiro inesperado conmovió el aire a mi izquierda. La chica de las gafas de sol y minifalda se removió en su asiento. Apoyé el rostro en una mano sobre el brazo del sofá y con la otra volvió a ajustarse la indócil falda.
- - ¡Qué malito es un dolor de muelas! ¡Qué cosita más mala! -- suspiró sacudiendo la cabeza. Su mirada seguía velada tras las gafas oscuras -- Cuatro, cuatro me han sacado a mí. Ahora me están empastando una pieza que no está bien y que puede ser recuperada. Estoy a tiempo para poder salvar por lo menos los dientes y los colmillos. Para colmo —prosiguió--, mi madre ingresó anoche con un ataque de azúcar. Me he pasado la noche sin dormir en el hospital, y mi hermana se ha quedado cuidándola para que yo pudiera venir al dentista. No podía esperar...
El discurso apocado de la mujer con minifalda fue interrumpido por un grito ahogado de dolor que sonó inesperadamente desde el interior de la consulta.
--¡¿Pero qué hace, hombre?! -exclamó el autor del grito con evidentes malos modos--. ¡Tenga más cuidado!
Un sordo batiburrillo de voces confusas dentro de la sala de intervenciones fue la respuesta a aquella vehemente exclamación. No podía distinguir con claridad lo que decían, pero seguramente era una retahíla de frases posiblemente relacionadas con una dolorosa manipulación del dentista.
-¿Qué estará pasando ahí? --preguntó con vivo interés la mujer de las gafas oscuras.
--No lo sé - -aseveró la mujer del niño, el cual no había movido la boca ni para respirar --, pero este hombre tiene manos de oro. Al menos, éso me dijo una amiga mía que se arregló la boca aquí. Los hay bestias. Esta es la primera vez en mi vida que piso un dentista, y es para el chiquito.
La ardiente sensación de escozor continuaba pero menos intensa, sin embargo mis nervios estaban a flor de piel. Tenía los dedos ahogados en sudor, y mi frente debía ser un fiel reflejo de las manos por la observación que me hizo la joven de la minifalda.
--Se encuentra bien? Está transpirando.
- -Sí, estoy bien -- mentí con mi breve respuesta. En realidad, deseaba que me dejasen tranquilo. No quería escuchar a nadie. Nunca había estado peor; ni siquiera durante las horas de angustiosa vigilia de la noche pasada.
Un silencio sepulcral se aposentó en la sala de espera tras el enigmático y ruidoso incidente de la consulta. La callada tensión comenzaba a pesar como una montaña sobre mi ánimo.
El niño por fin abrió la boca. Lo hizo para toser. Aquel crío debía ser inmune al sufrimiento. Su rostro no revelaba ninguna mueca de dolor ni temor.
- -Mamá, ¿falta mucho? --por fin pude oír la voz infantil, cuyo tono meloso evidenciaba el ambiente familiar en que vivía, rodeado de mimos--. Ya me estoy aburriendo de estar aquí. ¿Me vas a comprar el perrito de la tele; el que ladra y cierra los ojos? Me lo has prometido.
- Habrase visto? —intervino la madre--. Si eres bueno, te lo compraré ? -- tras una pausa se dirigió a la chica de la minifalda --: Le toca a usted, ¿verdad?
--Sí. Ahora voy yo --la voz de la joven continuaba impregnada de tristeza y apatía--. Lo mío es un poco más entretenido. No sé qué me pasa, pero la anestesia no puede conmigo. La primera vez que me saqué una muela, el médico tuvo que ponerme anestesia doble. Fue éste precisamente.
Comenzaba ya a estar preocupadísimo. ¿Qué iba a pasar conmigo? ¿Me dolería? No lo sabía. “María dice que a su madre le está yendo muy bien con este dentista, pero no sé..., no me fío. Mi suegra es un paquidermo; ella no siente dolor aunque le claven una aguja de hacer puntos en el trasero.”
Se abrió la puerta de la consulta. En el umbral apareció la figura del educado joven vestido de sport. En su rostro enrojecido afloraba una expresión desencajada. Su semblante manifestaba una indignación contenida.
La chillona voz del Dr. Cabrera sonó desde la consulta:
--No se olvide de enjuagarse la boca varías veces al día con el líquido que le he recetado.
La diligente enfermera, turbada, con rostro grave, caminaba tras el joven para acompañarle a la salida. Este, al pasar apresuradamente junto a mí, masculló algo ininteligible entre dientes y alcanzó la puerta. Al ver los blancos nudillos de la mano del joven aferrando rabiosamente el pomo de la cerradura, la enfermera. adivinando las intenciones de éste, corrió ágilmente hasta llegar a su altura e impedir lo que estaba a punto de suceder. No pudo llegar a tiempo. El violento impacto de la puerta, al cerrarse, provocó los desaforados ladridos de un perro de la vecindad.
Las dos mujeres y yo nos miramos significativamente durante unos instantes.
--iQué barbaridad! ¡Cómo ha salido ese hombre! Era una bala -- exclamó en voz alta la enfermera al pasar con las mejillas encendidas entre los anonadados pacientes.
La sorprendida joven entró en la consulta y cerró la puerta tras ella. Su silueta teñida de caoba y sus brazos cruzados se vislumbraban transparentándose de manera imprecisa a través del cristal agrisado. A los pocos segundos el rosado espejismo desapareció de la puerta dentro de la sala.
Después de cinco largos minutos de silencio, volvió a salir con su habitual sonrisa en los labios.
--El siguiente.
La mujer de la minifalda se levantó con el suficiente cuidado para desvelar una mínima parte del encanto de sus piernas. Se despojó de las gafas oscuras, y quedaron al descubierto un par de enormes ojos marrones, devorados por el mal trago de una noche de vigilia en el hospital. Guardó los lentes con prisa en el bolso y entró en la consulta sin abandonar su aire de resignación.
“Ya queda menos. Sólo el niño”, pensé. Mi alma era presa de un pánico atroz. Mi dolor persistía, pero era soportable.
De pronto, un desagradable ruido procedente de la consulta atrajo mi atención. El apagado estertor de una pequeña sierra o de un motorcillo eléctrico me causó una impresión repelente, indescriptible: Se me estaban poniendo los dientes largos con una insoportable dentera. No tenía bastante con el dolor de muelas para que ahora viniese a sumarse también aquella horrible sensación que parecía el interminable sarrillo de un moribundo. El sobrecogedor timbre de la puerta zumbó un par de veces. Mi corazón saltó desbocado, sin control. La atractiva enfermera salió de nuevo de la consulta y abrió para ver quién había llamado. Un mensajero traía un sobre destinado al médico. En la precipitación del momento, la puerta de la consulta había quedado abierta y pude percibir con mayor claridad el desagradable sonido que estaba haciendo polvo mis nervios.
No pude más; aquel ruido de desbaste estaba a punto de acabar conmigo. Mordiéndome el dedo meñique de la mano derecha me levanté y caminé por el pasillo de nuevo donde me crucé con la enfermera que en su apresurado regreso me dirigió una amable sonrisa. Llegué hasta la ventana y cerré los ojos.
Mientras esperaba mi turno, comencé a repasar mentalmente la agenda de la reunión de la tarde: 1) Lectura y aprobación del acta de la reunión anterior (era siempre igual). 2) Exposición a la dirección de los resultados de las ventas de los seis últimos meses en cada una de las sucursales que estarían presentes en la oficina. Afortunadamente la sucursal bajo mi dirección arrojaba un saldo mucho más positivo que el del ejercicio anterior. Me consolaba pensar que mi participación en el encuentro sería sin duda un éxito, avalada por los excelentes resultados de mi gestión. Un respiro oportuno para aquellos instantes de tortura
Hacía cinco minutos que había cesado el desagradable sonido de sierra. Miré en dirección a la sala de espera y vi a la dama de la minifalda que venia caminando hacia mí con cimbreantes piernas buscando la puerta de salida. Le acompañaba la afable enfermera.
-Que haya alivio -- me dijo con voz animada y colocándose las gafas de sol.
--Igualmente —correspondí.
--Hasta el miércoles, señora -- la enfermera despidió a la mujer en la puerta y regresó con paso firme junto al odontólogo.
Permanecí mirando por la ventana hacia arriba, al techo de cristales de colores, hipnotizado por el azul ultramar y el amarillo de caramelo que abundaban en aquel mosaico aéreo sobre el patio.
Cuando regresé a la sala de espera, estaba desierta. La mujer y el niño estaban ya dentro de la consulta. Me encontraba completamente solo.
Un grito infantil heló la sangre en mis venas. Un llanto incontenible quebró el aire de la sala de espera lacerando mis oídos y lo poco que quedaba inalterado de mis pobres nervios
-Señora, sujete al niño -- oí la voz desabrida del dentista, dominante, imperiosa--. Nada, que no hay manera. ¡Por favor, así, señora, así!! Isabel! Sujétale tú las piernas. ¡No deja de darme patadas el mocoso este! --ordenó el airado dentista a su ayudante.
--¡Paquito! A ver si te comportas, que ya eres un hombre. ¡Mira que no te compro el perrito! —regañó la madre a su hijo sin perder los estribos.
Mi pánico iba gradualmente en aumento mientras que el dolor de muelas disminuía en la misma proporción.
Pasé por mis labios el estropajo reseco de mi lengua mientras mis ojos permanecían fijos en la fatídica puerta cerrada. Mi pulso aumentaba alarmantemente de ritmo, las manos transpiraban sin control y en la boca del estómago sentía un doloroso pellizco que me obligaba a doblarme ligeramente hacia delante. Me dolía todo. ¿Todo? No, todo no: la muela era una delicia, una balsa de aceite. En la boca sólo sentía un mal sabor, pero el dolor se había ausentado por completo de ella.
No cesaba el llanto desgarrador en la consulta. Me puse a dar incesantes paseos de un lado a otro de la sala de espera. A cada giro del cuerpo miraba hacia el reloj hasta que horario y minutero coincidieron en una sola lanza que, apuntando al techo, marcaba la hora del mediodía.
De repente, sobrevino un fuerte estrépito procedente de la consulta. Objetos de vidrio y metal cayeron y se esparcieron ruidosamente por el suelo. Una exhalación cruzó como una paloma por detrás de la cristalera de la consulta.
--¡Por la leche que mamé, Isabel! Te dije que le sujetaras bien las piernas. Ha tirado el instrumental y la anestesia --la voz desgañitada del odontólogo era la ventolera bucal de un dinosaurio.
¿Qué hacía yo allí, imbécil de mí? Había venido a extraerme una muela. Estaba claro. “.Muela? ¿Qué muela? No siento dolor; no me duele absolutamente nada”.
--Señora — de nuevo la desagradable voz del dentista - -. Es mejor que se siente con el crío un rato ahí fuera hasta que se calme. Le he suministrado una dosis de Tranxilium. Isabel, haz el favor de recoger todo ésto. Ojalá quede algo vivo.
No lo pensé más. Me levanté y abandoné aquella antecámara de tortura. Caminé casi de puntillas hacia la salida del apartamento. La puerta de la consulta debía estar abierta de par en par, pues escuchaba, amplificada, la llantera descontrolada del crío y las palabras de consuelo de la madre.
Me encontraba al filo de la libertad. Agarré el pomo, le di la vuelta sigilosamente hasta liberar la cerradura y franqueé el umbral. En ese instante, la voz lejana de la enfermera llegó hasta mis oídos:
--Queda el último paciente, don Francisco.
- - ¿Y qué espera? Llámele, llámele.
- -¡El siguiente! ¡El siguiente! —hasta a la enfermera se le había contagiado el síndrome de exigencia de su jefe--. ¡Qué raro! No hay nadie. Quedaba uno para una extracción.
Ya no oí nada más, pues había cerrado la puerta detrás de mí. Ya estaba fuera. Tras descender de dos en dos los peldaños de las escaleras que me separaban de la calle, el sudor comenzó a desaparecer, las palpitaciones disminuyeron y mi boca recuperó su sabor normal. Y lo más importante: ¡el dolor se había desvanecido!
Salí al aire fresco de la calle y encendí un cigarrillo. Aspiré profundamente el gratificante humo y miré al cielo nublado. Una ligera llovizna comenzó a caer mientras cruzaba la mediana de José de Larra en busca de mi R-12.
Abrí la portezuela del vehículo y me acomodé en su interior. Introduje la llave en el contacto y miré hacia el primer piso del edificio donde se hallaba la clínica. A través de la ventana iluminada vi por primera vez el rostro de aquel singular profesional, que casualmente se había colocado dentro de mi campo de visión.
Por la constitución de su cabeza debía ser un tipo obeso, pues tenía una gran bola sebosa y plomiza, de la que colgaba una abultada papada; sus labios eran carnosos y proyectados hacia fuera. Tenía la nariz respingona. Cuando se dio la vuelta, la zona occipital de su cuero cabelludo resplandeció por un segundo como una bola de billar bajo la luz de los fluorescentes.
De pronto, la roja cabellera de la ayudante cubrió la imagen del doctor Cabrera. Segundos después, los listones de la persiana cayeron ruidosa y pesadamente hasta formar una compacta cortina estriada que ocultó definitivamente el interior de la consulta.
“¡De buena me he librado!”, me sentía como un crío al que hubiesen levantado un severo castigo. Apagué el cigarrillo en el cenicero del coche y arranqué. Mi cuerpo se relajaba como si le hubieran suministrado un barril de sedante. Con la punta de la lengua acaricié la muela que durante horas había sido la causa de mis tormentos. Ahora pasaba desapercibida, era una más junto a las demás piezas bucales.
Me introduje en el nutrido hormiguero del tráfico. Al llegar a la confluencia de San Hermenegildo, por el rabillo del ojo izquierdo observé que por la izquierda se me venía encima un bulto oscuro. “Pero, ¿qué hace este animal?”. Apreté a fondo el acelerador, y el coche, con un vigoroso brinco de potro salvaje, me sacó afortunadamente del atolladero al tiempo que oía los agonizantes gemidos de unos neumáticos. Alguien había estado a punto de embestirme.
-¡¡Cabrooón!! --la última sílaba nasal de la imprecación, alargándose y desvaneciéndose en difusa lejanía, produjo en mis oídos el efecto de las vibraciones de un diapasón.
El piropo, sin duda, había sido dirigido a mi persona. Pero, ¿por qué me había gritado así aquel energúmeno? Yo le había salido por su derecha y llevaba, por tanto, la preferencia. No era justo, como tampoco había sido justo mi fenecido dolor de muelas.
Mientras trataba de recuperar la calma y el control de mí mismo, sin poderlo evitar, lancé un alarido tremendo. ¿La causa? Un repentino y doloroso latigazo acababa de sacudir el lado derecho de mi encía superior. Tras la fulminante sacudida sólo gocé de unos segundos de tregua para respirar hasta que el azote lancinante volvió a herir con renovado brío. Y así se fueron sucediendo los insonoros y dolorosos chasquidos de látigo, uno tras otro, hasta que el dolor se hizo persistente e insoportable; más intenso aún que el que me había invadido durante la noche.
Un relámpago esparció un largo aluvión de estruendosos estertores sobre los edificios de la ciudad. La lluvia ligera, menuda, comenzó a arreciar en un copioso aguacero. “¡El maldito dolor, otra vez! ¿Por qué?”.
Miré desconsolado a través del parabrisas, que estaba siendo invadido por innumerables regueros de agua. En lento fluir, las luces del tráfico dibujaban distorsionadas líneas rojizas, grises, caprichosas y zigzagueantes, que se confundían con las fantasmales gotas sobre el cristal.
Milagrosamente, las molestias remitieron tras las recientes acometidas. Ardía en deseos de regresar a casa y caer en los cálidos brazos de Maria antes de preparar los prolegómenos de la indeseada reunión de trabajo en la oficina.
Por el rabillo del ojo izquierdo, observé ahora la presencia de una figura oscura en pie junto a la portezuela que me miraba fijamente.
“Buenas tardes. Se ha saltado usted un semáforo en rojo, y casi provoca un accidente grave. ¿Me permite su permiso de conducir? —así me habló un gorila con gorra de plato empezando a gotear y mirada punzante mientras efectuaba unas rutinarias anotaciones en un bloq.
Estuve a punto de lanzar un nuevo alarido ante el traicionero y doloroso coletazo que me lanzó el nervio juguetón de la muela herida. Supe en ese instante la razón de los gritos de mi mujer (a los que no me había referido antes en el relato) llamándome desde el balcón cuando inicié mi despavorida huida hacia el dentista: con los dolores y las prisas había olvidado la billetera y la documentación del vehículo en casa.


A. Macías
(Derechos de autor)