viernes, 10 de abril de 2009

EL FORASTERO

Hacía una semana que Narváez se encontraba en la ciudad, un enorme conglomerado de construcciones, edificios insulsos, sin carácter; algunos diseñados con mal gusto por la mente humana y otros, moldeados negligentemente por las invisibles manos del tiempo.
Como tantas urbes, ésta había sido partida por un río cuyo nombre ha nadado al infinito de mi memoria; aclaro, no obstante, que es una corriente de agua casi estancada de cincuenta metros de anchura, que ofrece unos brillos vibrantes y salpicados en la superficie, obedeciendo al aliento intangible de las farolas en las márgenes. Al otro lado del puente, en el frío de diciembre, se expande un barrio de luces tenues, de candilejas de baja iluminación que ocultan su frágil resplandor entre callejas moribundas.
Cuando uno se ve solo en lugar extraño, no faltan esos demonios que andan libres ofreciendo un ágape de tentaciones en sus tenedores. Nuestro personaje es un soltero de treinta y cinco años; por lo tanto, es cebo fácil para los abanderados del mal. La edad joven requiere la satisfacción de los instintos relacionados con la lujuria y, como acabo de señalar, la tentación vagaba a su antojo por aquellos callejones, plagados de ventanas oscuras, la mayoría, y alumbradas, unas pocas, tras las cuales era notoria la presencia de camas humildes, o, por denominarlas con propiedad, camastros de ropas deshechas entre paredes sucias; también podíase vislumbrar mobiliario viejo y de mala calidad, como mesas negras y marrones agobiadas por sillas del mismo color y espaldares curvados. Recortándose contra estos escenarios figuras femeninas apoyaban los codos en los alféizares, mirando alternativamente a uno y otro extremo de la calle. Algunos cuerpos se reclinaban de pie en los portales, en espera de caminantes perdidos.
Narváez cruzó el puente y se adentró en el sector. Eligió una calle angosta. Su mano derecha percibió la tibieza de las monedas y el tacto rugoso del papel de unos billetes en el bolsillo derecho del pantalón. Aquel día había cobrado una cantidad de dinero de la empresa por un traslado temporal a esta ciudad. En el hostal Delfos, donde se hospedaba, ocultó el efectivo y se echó encima una cantidad suficiente para andar de picos pardos.
Ya se imaginarán, estimados lectores, lo que ocurrió: El forastero contrató a una trabajadora del sexo, pero lo que no saben ustedes es que tuvo que emplearse a fondo, pues sufre de impotencia por estrés. En esta historia dudé antes de aplicar el término “trabajadora del sexo”. ¿Por qué hay que desembolsar una cantidad nada despreciable a una mujer que combate cuerpo a cuerpo con uno, ardua y sudorosamente, en la cama? Suena contradictorio pagarle a una persona que realiza una misma labor, intensa y agotadora; sin embargo, dentro de los prostíbulos así es la norma: a ningún varón le exigen un certificado médico acerca de su poderío sexual. Narváez se hacía este razonamiento cuando salió del barrio de la perdición después de una experiencia fallida por culpa de los nervios.
Iba a cruzar el puente de regreso al hostal Delfos, situado a veinte minutos de aquel enclave, cuando distinguió la luz verde de un taxi. Hizo un gesto con la mano para que se detuviera. Se acomodó en el asiento posterior, a la derecha. Conducía un individuo muy comunicativo de la misma edad que Narvaéz. No faltó la pregunta usual escrutando a este último a través del retrovisor: “¿De dónde es usted?” Después, hizo alusión a las chicas que trabajan en el comercio carnal.
-El barrio donde me abordó usted está minado –dijo el profesional del volante-. De madrugada ni se le ocurra entrar; se expone a salir en calzoncillos.
-Me imagino –adujo Narváez sin referir que momentos antes se había acostado con una de las inquilinas del sector. Durante el trayecto, para no perder el hilo de la conversación, el chofer miraba a menudo a su pasajero, que, con semblante de buena persona, prosiguió-. Es difícil la vida de esas pobres mujeres; pero sirven para algo. ¿Qué haríamos los solteros sin ellas?
Rió el conductor. Otro taxi los estaba adelantando; finalmente, el nuevo vehículo se situó delante cuando ambos enfilaron el cuello de un embudo aletargante, ya en el centro urbano. En el asiento trasero del otro coche viajaba una mujer de pelo negro con unos zarcillos en forma de aros enormes colgándole del lóbulo de las orejas. Coincidiendo con el periodo de detención del tráfico ante una luz roja, de repente, la dama volvió la cabeza y miró hacia atrás; sus ojos no advirtieron la presencia de Narváez, oculto en la noche bajo la techumbre metálica del taxi.
Nuestro hombre ya había reparado en la viajera del vehículo que le precedía; la reconoció como la prostituta que media hora antes había estado yaciendo con él. Inesperadamente, la mujer sacó la lengua en un ademán de burla dirigido al taxista que conducía a Narváez; en repetidas ocasiones, la dama guiñó un ojo y abocinó los labios de rouge arrojando besos al trabajador del servicio público.
Narváez estuvo a punto de preguntarle al chofer si había advertido las carantoñas de la señorita del otro taxi, pero es hombre prudente que piensa las cosas dos veces antes de decirlas. También se moría por manifestar que se había acostado con aquella dama en un lupanar del peligroso barrio de donde venían. Dios permite que, por naturaleza, los que ostentan el sexo masculino hagan gala de sus cualidades machistas; sin poderse contener más, Narváez se decidió por la primera opción:
-Amigo –interpeló tímidamente al chofer-. ¿No se ha dado cuenta de que ésa de ahí quiere algo con usted? Lleva un rato haciéndole muecas. Desde aquí lo estoy viendo todo. Hay que ver lo atrevidas que son algunas. Seguro que viene de…
-¡Ja, ja, ja! –se carcajeó el tipo sin poder contener las lágrimas-. ¡Claro que me he dado cuenta, si es mi mujer!
-Perdón, por Dios! ¿Cómo me iba a imaginar…? –se excusó Narváez, que experimentó la avalancha tranquila de un glaciar en las extremidades y en el rostro, las llamas rojizas de un cráter.
-No se preocupe, caballero. Si le contara las cosas que me suceden dentro de esta caja… -repuso el chofer jocosamente mientras hacía señales con los faros al compañero de delante -. Mi señora viene de trabajar en la editorial; se dedica a la venta de libros, ¿sabe? Le voy a decir que se baje para que le venda la enciclopedia Liberalis; habrá oído hablar de esa colección; es la mejor para “esculturizarse”.
-¿Me deja en la próxima esquina? –fueron escuetamente las palabras que salieron de los labios de Narváez deseando abandonar aquel polvorín de taxi cuanto antes.
-¿Pero no iba al hostal Delfos?
-Sí, pero queda cerquita.
Nuestro personaje, pagó y descendió apresuradamente. Se abotonó el abrigo y se subió el cuello para ocultar sus facciones. A toda prisa se alejó del resplandor de la farola junto a la cual se había detenido el vehículo.
-¡Eh, oiga! ¡Se le olvida el cambio!