lunes, 13 de agosto de 2012

AUDACIA

--¿Desertamos? --propuso Rastropín a la oreja de Diente Curvo. Ellos eran dos ratones jóvenes que actuaban como guías de un grupo de congéneres en el bajo de una casa abandonada, residencia habitual del grupo.
--De acuerdo –consintió Diente Curvo--. Son aburridos esos tontos. Ya tenía ganas de conocer otros rincones.
Aprovechando un momento de distracción de los demás, Rastropín y Diente Curvo se escondieron en un aparador que tenía una puerta desvencijada. Allí aguardaron hasta que los otros hubieron desaparecido a través de una abertura en el zócalo del salón, la entrada a la madriguera.
--¡Escaleras arriba! –ordenó Rastropín.
--Son tan idiotas que no se van a dar cuenta –rió Diente Curvo siguiendo al jefe.
Ascendieron ambos roedores con lentitud los peldaños hasta alcanzar la última planta, cuyo piso de raulí estaba cubierto de polvo. En un cuarto oscuro que servía de trastero se hacinaban cachivaches de toda índole: una silla con tres patas que a duras penas se mantenía en pie; una lata de jurel abierta y oxidada; una escoba estática que solo servía para estar pegada al suelo; libros en una estantería de madera que no despertaron el apetito de nuestros protagonistas, hastiados de digerir papel. Había otros objetos inservibles, fáciles de hallar en lugares abandonados por el hombre.
Rastropín y Diente Curvo se pusieron a husmear tras algo que roer a gusto. No habiendo encontrado nada que les atrajera, se aprestaron a discutir sobre la nueva situación.
--¿Y ahora qué hacemos? –inquirió Diente Curvo, indeciso.
Las orejas y los ojos de los prófugos se movían en todas direcciones como radares en busca del objetivo. En un acto reflejo de alegría, se alzó Diente Curvo sobre las patas traseras.
--¡Rastropín, mira! –exclamó lanzando el hocico verticalmente hacia una abertura de luz en la techumbre.
Los ratoncillos marinearon por una pata de la silla hasta el asiento, desde allí saltaron para aferrarse a un pilar de madera por el que treparon hasta el destello en el entramado de la techumbre. Asomaron afuera los bigotes y los embudos nasales. Les envolvió un aire fresco y tan rico en aromas que no dudaron en franquear el orificio al exterior; a ese mundo anhelado que les ofrecía el rompecabezas policromado del atardecer: una hilera de sauces inmóviles con incontables hilachas de hojas verdes, así como muros blancos y ocres. Mientras Rastropín y Diente Curvo se embelesaban ante la ingente maqueta formada por los árboles, las construcciones bajas y el cielo, se ocultó el sol extinguido detrás de una nube sobre el horizonte.
--No había visto nada igual –aseguró Diente Curvo cosiendo en las retinas los claros grumos del celaje--. Esas palomitas de maíz de ahí arriba tienen que estar riquísimas.
--¡Ea, nosotros a disfrutar y los de abajo a seguir enterrados en basura! --alentó Rastropín.
Los audaces ratones atravesaron la rendija hacia la inalcanzable meta de las nubes; desde la oscuridad a la luz, y, al hacerlo, cayeron sobre un tejado a dos aguas con planchas de zinc. Antes de resbalar al vacío, consiguieron detenerse en el declive que daba al patio interior de la casa.
--Pronto va a estar oscuro –señaló Rastropín ante la inminente llegada del anochecer--. Aquí hay algo –advirtió y ensayó la agudeza de sus dientes en el borde de una chapa doblegada por los vientos--. Esto no hay quien lo coma. Prueba tú.
Diente Curvo, para no ser menos que su líder, hundió con fuerza los incisivos en el zinc y emitió un chirrido de dolor. Con una mueca de asco removió con la lengua un mejunje de saliva y óxido marrón.
--Sabe a tierra, como los tornillos de la estufa.
El jefe Rastropín, que no cejaba en su empeño, miró al cielo henchido de algodones que habían adquirido un matiz blanco rosado.
--¡Qué esperamos? ¡A por las palomitas! –ordenó.
Moviéndose con rapidez, los dos alcanzaron el caballete del tejado y, desde allí, en su contumacia por atiborrarse del enorme alimento, siguieron su curso por la pendiente que daba a la calle. Pero al comprobar que en lugar de ascender, se alejaban del codiciado alimento, optaron por subir de nuevo y quedarse en equilibrio sobre el cortante caballete del tejado. Dudosos, ambos se miraron uno al otro en el límite más alto de la casa mientras las nubes ennegrecían ya las siluetas de los ratones. Diente Curvo constató con temor que las supuestas palomitas de maíz se habían convertido inesperadamente en una masa de gris tétrico ante la noche que estaba a punto de esbozarse en capa negra.
--Podríamos… –un relámpago seguido por un trueno horrísono cortó el discurso de Diente Curvo, que se encogió bajo una gota de lluvia en el lomo. Se le pusieron tiesos los bigotes, y empezó a temblar; a Rastropín le ocurrió lo mismo con los pelos húmedos en punta.
Torrentes brillantes vertían aguas a una y otra parte del tejado, y los aventureros se quedaron en la improvisada pértiga de zinc probando la frialdad de innumerables balas en las costillas, sensación muy diferente al obús de la escoba del desván, que en una ocasión había golpeado sus cuerpos. Toda resistencia, no obstante, tiene un límite, y, después de un cuarto de hora de aguantar el chuzo, se desmoronaron el coraje y la osadía que habían lucido ambos roedores. Fue entonces cuando se adueñó de ellos el pánico en aquel entorno siniestro e inseguro.
--¡Yo me vuelvo por la rendija! –estalló Rastropín, arrepentido ya de su acción.
Diente Curvo saltó detrás, y ambos partieron en carrera descendente en busca de una meta común: el trastero. Sin embargo, sus uñas patinaban sobre el metal mojado. En
imparable deslizamiento, como sobre pista helada, Rastropín y Diente Curvo dejaron atrás la grieta por la que antes habían salido a la superficie metálica. Ya no eran las patitas las que resbalaban en el metal del tejado sino ellos panza arriba con aquéllas agitándose en la noche al tiempo que se aproximaban peligrosamente a un borde que los alejaba de su mundo de fantasía.
--¡Socoorrooo! –gritó Rastropín al sentirse arrastrado por un chorro, una repentina corriente de agua que lo desvió noventa grados de su trayectoria. Diente Curvo tomó idéntico camino.
La canaleta de la pared arrastró a los atrevidos roedores hasta el tubo del desagüe. Rastropín, en el brocal de aquel profundo pozo por cuyo borde circular se internaba un despeñadero de catarata, se retorcía para no hundirse en la negrura hasta que recibió el impacto de Diente Curvo, también impulsado por el agua canalizada, y ambos se sumergieron en una lobreguez asfixiante, infernal, en una ceguera de horror. Segundos después, el potente chorro escupió a nuestros personajes violentamente sobre el suelo del patio.
Con dificultad y entumecidos pudieron deslizarse bajo la puerta hasta que, ateridos y a oscuras, pisaron al fin territorio familiar. El salón se encontraba en el mismo sitio y la puerta colgante del aparador, como un descolocado cartel, señalaba el camino a la ratonera.
Al llegar al agujero, sus hocicos dieron con un obstáculo que les impedía la entrada; les cortaba el paso un cartón costroso, colocado por los demás roedores del grupo para guarecerse del frío.
--Tú tienes la culpa –comenzaron los reproches en voz baja por parte de Rastropín.
--¿Yo? Si no he hecho más que obedecerte… –se quejó el otro de la misma forma y se ensalzaron en una discusión inútil ante el agotamiento; tan exhaustos estaban que con tiritones se durmieron.
Cuando la remisa mañana se apoderó del ventanal del salón, un roce breve y seco en las losetas despertó a los aventureros: se acababa de mover el cartón de la madriguera. Rastropín y Diente Curvo se vieron frente a sus camaradas, los mismos que ellos habían abandonado.
--Vaya, vaya, con que sois vosotros. ¿Dónde os habíais metido? --dijo un ratón perteneciente al consejo de ancianos, después se dirigió a los demás--. Hay que juzgarles y elegir un par de guías más listos que este par de idiotas.
Los aludidos no tuvieron otra opción que desertar, esta vez a la carrera obligados por las circunstancias y lanzando estornudos. Se ocultaron bajo el fregadero de la cocina, en medio de una legión de cucarachas. Mientras, cada vez más próximos, anunciaban el cese de la lluvia los inquietantes maullidos de un transeúnte gatuno.


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