viernes, 10 de abril de 2009

OBSESIÓN



Tras haber cenado un par de salchichas medio quemadas, subí al desván en respuesta a un impulso desconocido. Accioné el interruptor de la luz junto al umbral, y ante mí surgieron cacharros y muebles de todo tipo: muñecos, sillas viejas, dos mesas de comedor y una mesita de televisor sin ruedas, entre otros objetos destartalados. Todo formaba parte de un amasijo que se esparcía, más o menos desordenadamente, por el suelo de madera.


Adosado a la pared del fondo reposaba un armario que en su tiempo de vida había tenido dos puertas; solamente le quedaba una. Me acerqué al desvencijado armatoste, que apenas se mantenía en pie. Su interior bullía con revistas antiguas, llenas de pliegues, y libros de texto con las pastas rotas. Una de las patas traseras se había desprendido y yacía en el suelo, unida al mueble materno sólo por cordones umbilicales en vaporosas telas de araña, redes para pescar insectos incautos.

El polvo cubría todo como si en frente de la casa hubiera una fábrica de cemento en plena producción. Di un fuerte golpe con el pie en el suelo. Se estremeció la pieza entera. Surgió una neblina, cuyo molesto picor invadió las ventanillas de mi nariz y me hizo estornudar dos veces. Abrí la ventana para que se aclarara el ambiente. La bombilla, pendiente del techo y plagada de minúsculas deposiciones de moscas, se puso a oscilar ante un soplo de viento que introdujo, de pronto, la noche. Fluctuaron, de un lado a otro, las sombras de los muñecos, de las sillas, de las mesas. El armario pareció cobrar vida a causa del efecto óptico que producía su inquieta sombra en la pared.

Metido en la cámara oscura del ático, de momento iluminada, no sabría decir con certeza si era la proyección de mi figura en el piso la que se desplazaba con las de los muebles, o era yo quien bamboleaba. Miré hacia las vigas de la techumbre y noté una leve sensación de mareo. ¿La cervical? No. No era el cuello, sino el pequeño globo luminoso, que, obediente a la brisa nocturna, se mecía como un péndulo. Aumentó de intensidad el viento, y el balanceo se convirtió en acompasadas cadencias elípticas, cuya visión me hipnotizaba. Antes de sucumbir ante el fulgurante ojo encendido, bajé los míos hacia el viejo armario.

Permanecí unos segundos quieto, cegado por el resplandor. Di unos pasos en dirección a la ventana, y fue en ese preciso momento cuando algo me tocó la frente. Di un respingo hacia atrás. Pensé que era un moscardón, que como un kamikaze había penetrado buscando la fuente de luz.

El contacto súbito de aquella cosa fue tan desagradable que extendí instintivamente el brazo derecho. Mi mano tropezó con un objeto ligero y flexible en su fugaz escapada: una soga que pendía de una de las vigas del techo. La sujeté. ¿Cómo no había reparado, al entrar otras veces en el desván, en la presencia de aquella especie de liana que casi tocaba el suelo? Me arrollé la maroma en un brazo y la tensé con cuidado, pero ante su tenaz resistencia mis tirones se hicieron cada vez más fuertes hasta que terminé izándome a pulso; la viga y la cuerda soportaron mi peso, y no se deshizo el nudo.

Mi reloj me reveló que era tarde, y decidí ir a acostarme. Puse la bombilla a dormir y bajé las escaleras, pero quien no pudo dormir después fui yo. Las pesadillas se sucedían una tras otras. Con seguridad, la cena me había sentado mal.

* * *

Llegó la mañana, radiante de colores, pero mis pensamientos estaban grises, hostigados por una idea permanente: “¿Qué fin tendría aquel objeto colgante e inapropiado? ¿Por qué estaba allí?” Alguien debió haberlo puesto antes de que yo comprara el caserón. Mientras desayunaba algo ligero, no conseguía sentirme tranquilo. Tenía que volver al solitario desván.

De regreso al lugar, me pellizqué el labio inferior, contemplando absorto la larga trenza de cáñamo. Decidí quitarla, pues, a la luz del sol, su flotante verticalidad desentonaba con la caótica armonía del cuarto trastero. Tomé una silla polvorienta y me puse en pie sobre ella; pero el techo era tan alto que mis manos, con los brazos extendidos, quedaban muy lejos de la viga. Cortar la cuerda no era solución, pues quedaría un buen cabo colgando.

Sin descender de la vieja pieza de mobiliario, acaricié el extremo deshilachado de la soga. Aquel acto me hizo evocar los tiempos de servicio en la marina, e improvisé un buen nudo corredizo. Una idea morbosa cruzó por mi mente. “¿Por qué no?”. Quise probar qué sensación producía una soga alrededor del cuello. Con manos temblorosas me ajusté el lazo alrededor de la garganta, con la holgura de un collar. Pinchaba desabridamente, como la piel de un erizo.

Me aterró imaginar el solemne entorno, el indescriptible miedo, la incertidumbre que crea el fatídico instante en que un reo está a punto de ser ajusticiado. Me temblaron los músculos de las extremidades, y mis pelos debían estar de punta por el escalofrío que recorrió mi cuero cabelludo.

Aún asustado, pero satisfecho por la excepcional experiencia, me disponía a liberar mi cuello, cuando, de repente, convulsionaron los alambres de mis piernas como si fuera a perder el equilibrio. Traté de aferrarme con desesperación al espaldar de la silla, pero éste ya no estaba a mi alcance. Noté con horror que mis pies no pisaban firme. Lo único que oí fue un tremendo crujido, el grito breve y agudo que da la madera al astillarse mientras mi cuerpo y mi espíritu descendían, sin parar, en un vacío infinito.

De este modo acabaron mi obsesión, mis preocupaciones por la maldita soga… y mis días.

A. Macías Luna (de "Realidad ilusoria") (Derechos de autor)