lunes, 13 de agosto de 2012

AUDACIA

--¿Desertamos? --propuso Rastropín a la oreja de Diente Curvo. Ellos eran dos ratones jóvenes que actuaban como guías de un grupo de congéneres en el bajo de una casa abandonada, residencia habitual del grupo.
--De acuerdo –consintió Diente Curvo--. Son aburridos esos tontos. Ya tenía ganas de conocer otros rincones.
Aprovechando un momento de distracción de los demás, Rastropín y Diente Curvo se escondieron en un aparador que tenía una puerta desvencijada. Allí aguardaron hasta que los otros hubieron desaparecido a través de una abertura en el zócalo del salón, la entrada a la madriguera.
--¡Escaleras arriba! –ordenó Rastropín.
--Son tan idiotas que no se van a dar cuenta –rió Diente Curvo siguiendo al jefe.
Ascendieron ambos roedores con lentitud los peldaños hasta alcanzar la última planta, cuyo piso de raulí estaba cubierto de polvo. En un cuarto oscuro que servía de trastero se hacinaban cachivaches de toda índole: una silla con tres patas que a duras penas se mantenía en pie; una lata de jurel abierta y oxidada; una escoba estática que solo servía para estar pegada al suelo; libros en una estantería de madera que no despertaron el apetito de nuestros protagonistas, hastiados de digerir papel. Había otros objetos inservibles, fáciles de hallar en lugares abandonados por el hombre.
Rastropín y Diente Curvo se pusieron a husmear tras algo que roer a gusto. No habiendo encontrado nada que les atrajera, se aprestaron a discutir sobre la nueva situación.
--¿Y ahora qué hacemos? –inquirió Diente Curvo, indeciso.
Las orejas y los ojos de los prófugos se movían en todas direcciones como radares en busca del objetivo. En un acto reflejo de alegría, se alzó Diente Curvo sobre las patas traseras.
--¡Rastropín, mira! –exclamó lanzando el hocico verticalmente hacia una abertura de luz en la techumbre.
Los ratoncillos marinearon por una pata de la silla hasta el asiento, desde allí saltaron para aferrarse a un pilar de madera por el que treparon hasta el destello en el entramado de la techumbre. Asomaron afuera los bigotes y los embudos nasales. Les envolvió un aire fresco y tan rico en aromas que no dudaron en franquear el orificio al exterior; a ese mundo anhelado que les ofrecía el rompecabezas policromado del atardecer: una hilera de sauces inmóviles con incontables hilachas de hojas verdes, así como muros blancos y ocres. Mientras Rastropín y Diente Curvo se embelesaban ante la ingente maqueta formada por los árboles, las construcciones bajas y el cielo, se ocultó el sol extinguido detrás de una nube sobre el horizonte.
--No había visto nada igual –aseguró Diente Curvo cosiendo en las retinas los claros grumos del celaje--. Esas palomitas de maíz de ahí arriba tienen que estar riquísimas.
--¡Ea, nosotros a disfrutar y los de abajo a seguir enterrados en basura! --alentó Rastropín.
Los audaces ratones atravesaron la rendija hacia la inalcanzable meta de las nubes; desde la oscuridad a la luz, y, al hacerlo, cayeron sobre un tejado a dos aguas con planchas de zinc. Antes de resbalar al vacío, consiguieron detenerse en el declive que daba al patio interior de la casa.
--Pronto va a estar oscuro –señaló Rastropín ante la inminente llegada del anochecer--. Aquí hay algo –advirtió y ensayó la agudeza de sus dientes en el borde de una chapa doblegada por los vientos--. Esto no hay quien lo coma. Prueba tú.
Diente Curvo, para no ser menos que su líder, hundió con fuerza los incisivos en el zinc y emitió un chirrido de dolor. Con una mueca de asco removió con la lengua un mejunje de saliva y óxido marrón.
--Sabe a tierra, como los tornillos de la estufa.
El jefe Rastropín, que no cejaba en su empeño, miró al cielo henchido de algodones que habían adquirido un matiz blanco rosado.
--¡Qué esperamos? ¡A por las palomitas! –ordenó.
Moviéndose con rapidez, los dos alcanzaron el caballete del tejado y, desde allí, en su contumacia por atiborrarse del enorme alimento, siguieron su curso por la pendiente que daba a la calle. Pero al comprobar que en lugar de ascender, se alejaban del codiciado alimento, optaron por subir de nuevo y quedarse en equilibrio sobre el cortante caballete del tejado. Dudosos, ambos se miraron uno al otro en el límite más alto de la casa mientras las nubes ennegrecían ya las siluetas de los ratones. Diente Curvo constató con temor que las supuestas palomitas de maíz se habían convertido inesperadamente en una masa de gris tétrico ante la noche que estaba a punto de esbozarse en capa negra.
--Podríamos… –un relámpago seguido por un trueno horrísono cortó el discurso de Diente Curvo, que se encogió bajo una gota de lluvia en el lomo. Se le pusieron tiesos los bigotes, y empezó a temblar; a Rastropín le ocurrió lo mismo con los pelos húmedos en punta.
Torrentes brillantes vertían aguas a una y otra parte del tejado, y los aventureros se quedaron en la improvisada pértiga de zinc probando la frialdad de innumerables balas en las costillas, sensación muy diferente al obús de la escoba del desván, que en una ocasión había golpeado sus cuerpos. Toda resistencia, no obstante, tiene un límite, y, después de un cuarto de hora de aguantar el chuzo, se desmoronaron el coraje y la osadía que habían lucido ambos roedores. Fue entonces cuando se adueñó de ellos el pánico en aquel entorno siniestro e inseguro.
--¡Yo me vuelvo por la rendija! –estalló Rastropín, arrepentido ya de su acción.
Diente Curvo saltó detrás, y ambos partieron en carrera descendente en busca de una meta común: el trastero. Sin embargo, sus uñas patinaban sobre el metal mojado. En
imparable deslizamiento, como sobre pista helada, Rastropín y Diente Curvo dejaron atrás la grieta por la que antes habían salido a la superficie metálica. Ya no eran las patitas las que resbalaban en el metal del tejado sino ellos panza arriba con aquéllas agitándose en la noche al tiempo que se aproximaban peligrosamente a un borde que los alejaba de su mundo de fantasía.
--¡Socoorrooo! –gritó Rastropín al sentirse arrastrado por un chorro, una repentina corriente de agua que lo desvió noventa grados de su trayectoria. Diente Curvo tomó idéntico camino.
La canaleta de la pared arrastró a los atrevidos roedores hasta el tubo del desagüe. Rastropín, en el brocal de aquel profundo pozo por cuyo borde circular se internaba un despeñadero de catarata, se retorcía para no hundirse en la negrura hasta que recibió el impacto de Diente Curvo, también impulsado por el agua canalizada, y ambos se sumergieron en una lobreguez asfixiante, infernal, en una ceguera de horror. Segundos después, el potente chorro escupió a nuestros personajes violentamente sobre el suelo del patio.
Con dificultad y entumecidos pudieron deslizarse bajo la puerta hasta que, ateridos y a oscuras, pisaron al fin territorio familiar. El salón se encontraba en el mismo sitio y la puerta colgante del aparador, como un descolocado cartel, señalaba el camino a la ratonera.
Al llegar al agujero, sus hocicos dieron con un obstáculo que les impedía la entrada; les cortaba el paso un cartón costroso, colocado por los demás roedores del grupo para guarecerse del frío.
--Tú tienes la culpa –comenzaron los reproches en voz baja por parte de Rastropín.
--¿Yo? Si no he hecho más que obedecerte… –se quejó el otro de la misma forma y se ensalzaron en una discusión inútil ante el agotamiento; tan exhaustos estaban que con tiritones se durmieron.
Cuando la remisa mañana se apoderó del ventanal del salón, un roce breve y seco en las losetas despertó a los aventureros: se acababa de mover el cartón de la madriguera. Rastropín y Diente Curvo se vieron frente a sus camaradas, los mismos que ellos habían abandonado.
--Vaya, vaya, con que sois vosotros. ¿Dónde os habíais metido? --dijo un ratón perteneciente al consejo de ancianos, después se dirigió a los demás--. Hay que juzgarles y elegir un par de guías más listos que este par de idiotas.
Los aludidos no tuvieron otra opción que desertar, esta vez a la carrera obligados por las circunstancias y lanzando estornudos. Se ocultaron bajo el fregadero de la cocina, en medio de una legión de cucarachas. Mientras, cada vez más próximos, anunciaban el cese de la lluvia los inquietantes maullidos de un transeúnte gatuno.


© Copyright A. Macías Luna

domingo, 8 de noviembre de 2009

DOLOR DE MUELAS


Un persistente escozor torturaba sin piedad mi encía superior, afectando a mi mejilla derecha. Un impresionante dolor de muelas estaba alcanzando su pleno apogeo cuando llegué al lugar idóneo para su tratamiento, la consulta del doctor Cabrera, un renombrado odontólogo que me había recomendado Maria, mi esposa.
Me llenó de inquietud el sonido de chicharra bronca que emitió, al ser pulsado, el timbre junto a una puerta marcada con el número cuatro y pintada de blanco marfil en el primer piso de un inmueble sombrío. Abrió una enfermera bien parecida.
--Pase ¿Cuál es su nombre? -- una voz tintineante y musical brotó de la boca de aquella belleza, mitigando por un instante las punzantes arremetidas del ariete del dolor.
--Ramón Santaella.
--Usted llamó hace hora y media? Tiene cuatro pacientes por delante --me invitó a pasar con una sonrisa y cerró la puerta-. ¿Es la primera vez que viene?
Nunca había acudido a la consulta de un odontólogo. Ya había sido víctima indefensa de dos dolores de muelas anteriormente, y puedo afirmarles que, aunque pasé por un verdadero infierno de dolor, nunca me atreví a ponerme en manos del dentista ante lo atribulante de una extracción.
La amable chica, en impecable uniforme blanco y no menos impecables piernas, lideró el camino a la derecha a través de un largo pasillo hasta desembocar en una sala iluminada por dos fluorescentes. Mientras caminaba, mis ojos no se despegaban de la abundante melena en color caoba que caía vaporosamente hasta la cintura de la mujer.
--Buenos días -- saludé cortésmente al pisar la sala de espera. Me correspondió un apresurado murmullo de voces apagadas.
En el centro de la espaciosa estancia había una mesita baja con ejemplares de revistas y periódicos atrasados. En la pared del fondo, a la derecha los amplios cristales del balcón, cubiertos por visillos blancos, filtraban la escasa luz natural del exterior. La mañana gris, de luz débil, atravesaba a duras penas aquellos cedazos de tela fina. El tráfico rodado de la calle no dejaba de lanzar ráfagas ora amortiguadas, ora vivas, de motores que pasaban de largo para perderse en los cruces inmediatos.
Junto al balcón, un sofá de dos plazas acomodaba en su seno a una atractiva mujer de tez morena, de unos treinta y cinco años, cuyos ojos estaban cubiertos por unas gafas de sol estrechas, supuestamente para ocultar las huellas que le estaría dejando en el rostro un martirio tan cruel como el mío. Al percatarse de la molesta insistencia de mi mirada, se ajustó nerviosamente la minifalda azul, que le había dejado al descubierto casi medio muslo.
Al lado de la dama se sentaba un hombre enjuto, en un traje azul marino, representando unos cincuenta años de edad. Su rostro solemne ostentaba un poblado bigote. Con los codos apoyados sobre las rodillas, estaba enfrascado en la atenta lectura de un ejemplar de la Gaceta del Sur.
Tras mirar a mi alrededor, decidí ocupar el asiento más alejado del sofá que estaba a mi izquierda, justo al entrar en la sala. En él, en la mitad, a caballo entre los dos asientos se encontraba un joven, nítidamente vestido de sport con pantalón vaquero y una zamarra de cuello de piel. Al advertir mi intención de sentarme a su lado, el joven se desplazó rápidamente a la derecha para dejar mas espacio libre.
Ya acomodado, a mi izquierda vi la llamativa imagen en cerámica de un dálmata blanco en posición sedente, salpicado de abundantes manchas negras. A tamaño natural, la quieta escultura clavaba su mirada fría en el vacío, sin mirar a nadie en particular; en su gélida piel se dibujaban translúcidos destellos alargados por efecto de las luces del techo. Aquella sólida representación ornamental de un perro estaba de moda en casi todas las salas de espera de los médicos y abogados de la ciudad.
En un intento de olvidar o, al menos, de paliar mi agudo dolor, paseé la vista por la pared frente a mí. Un tercer sofá servía de asiento a una mujer morena de ojos pequeños y nariz ancha; tenía el pelo castaño cortado a la altura del cuello y sus piernas eran gruesas sobre unos zapatos negros de tacón mediano. Le acompañaba un niño de unos siete años, que permanecía quieto junto a la que debería ser su madre. A la derecha, una puerta cerrada provista de una cristalera servia de separación entre los pacientes expectantes y la sala de consulta.
En la pared de la derecha, junto a la entrada del pasillo, dos confortables sillas rojas finamente tapizadas y con espaldares marrones profusamente grabados con dibujos de flores esperaban vacías la llegada de más enfermos. Por encima colgaba un reloj redondo, que marcaba las diez y diez. Su monótono tictac me recordaba el reloj de dial amarillento y desgastados números romanos que mi suegra conservaba en su comedor desde el día de su matrimonio, orgullosa herencia de sus padres. Tras un cristal dentro de un estrecho marco negro, entre el reloj y las sillas un diploma firmado por las autoridades académicas competentes confería la capacidad de ejercer como odontólogo al titular de la consulta.
Una vez que hube examinado a placer los detalles de la sala de espera y los desganados rostros que en ella languidecían, mi mente, atormentada por el cansancio, me obligó a cerrar los ojos. Mientras un martillo golpeaba sin parar un clavo infinitamente largo en las entrañas de mi muela enferma, me obsesioné en evocar los difíciles momentos vividos durante la noche anterior.


--“¡Qué dolor de muelas me está entrando!”, acababa de despertarme un súbito pinchazo en la encía superior. Un aguijón agudo hacía de la suyas en el lado derecho de mi rostro.
Maria dormía a pierna suelta a mi lado. No me atreví a despertarla. Con la edad el estado de mis piezas bucales había comenzado a resentirse, pues de pequeño la higiene dental de la familia no había sido tema prioritario en las normas de aseo del hogar.
Con la corazonada de que aquellos síntomas prometían proporcionarme un despiadado dolor de muelas, me calcé las zapatillas y anduve hacia el cuarto de aseo. En el pequeño armario junto al espejo busqué algún tipo de analgésico. Había un bote con los sedantes que María toma antes de irse a dormir, un sobre de aspirinas, un bote de alcohol, agua oxigenada, algodón.
Resignado, desgarré el envase de las aspirinas y deposité una de ellas en la palma de la mano. “Menos mal que no están pasadas de fecha” En la cocina llené un vaso con agua y deposité el medicamento en medio de la lengua. Tragué el remedio ácido y bebí el contenido del vaso basta que el improvisado placebo fue a despertar mi estómago dormido con la fría impresión nocturna del agua del grifo.
Cuando regresé al dormitorio, María estaba incorporada en la cama en su radiante camisón rojo. Me observaba con ojos ahítos de sueño.
--¿Te pasa algo, amor?
--Estoy rabiando con un dolor de muelas terrible.
Hace una hora que me desperté y no puedo pegar ojo. “Tomaste algo?
--Una aspirina. Es lo que había.
Ese mismo día por la tarde tenía prevista una reunión en la oficina entre la dirección y los jefes de ventas de Madrid. Valencia y Bilbao. Menudo humor tenía yo en ese momento para reuniones y mucho menos para discutir negocios; buena ocasión para un inoportuno dolor de muelas.
--
Ven, Ramón. Échate a mi lado -- me dijo mi mujer, solícita --. ¿Dónde te duele?
Me tendí en la cama junto a María, que modificó la posición de la lámpara de la mesita de noche para evitar que me diera la luz de lleno en los ojos.
- -Deberías pensar en arreglarte esa boca -- dijo mi esposa acariciándome con suavidad la zona dolorida -
-. No quiero ser pesada, pero vas a tener que dar una solución a esos dolores de muelas.
-- Y qué puedo hacer? Con el dichoso trabajo estoy hecho un esclavo. No tengo tiempo ni para mí
--Coge cita con el dentista en días esporádicos, los que a ti te convenga. No tienen por qué ser seguidos.
-- Tienes razón. A primera hora de la mañana busco un dentista. No aguanto más.
--Mamá se ha puesto en manos de uno muy bueno —dijo María, que, tras levantarse de la cama de un salto, abrió el ropero y sacó su bolso. Del interior extrajo una pequeña tarjeta amarilla.
“Francisco Cabrera Beltrán, odontólogo” decía en aquel pedazo de cartulina. Aquello era mi tabla de salvación, un oasis en el vasto desierto del dolor. Mi encía continuaba soportando ásperos y rigurosos azotes. La aspirina apenas me había hecho efecto.
- -Llámalo, Ramón. Mamá está muy contenta. Le está haciendo unos empastes y le está dejando la boca como nueva --María me había con vencido--. ¿Te sientes mejor ahora?
-¡Qué va! --respondí de mal humor con un soplido, sentado en la cama con la mano pegada a la mejilla derecha.
María me dio un beso en la otra mejilla, se acostó y me dio la espalda. Me quedé a solas, a oscuras, con mi sufrimiento. Miré el reloj de la mesita de noche. Las perezosas manecillas marcaban las dos y media de la madrugada. Apagué la luz.


--Que pase el primero, por favor -- me sacó del amodorramiento la agradable voz de la enfermera.
Tras unos segundos de titubeo, como quien acaba de despertarse, el hombre del bigote, que estaba sentado junto al balcón, depositó el ejemplar del periódico encima de la mesa. Carraspeó levemente y se puso en pie. Se abotonó la chaqueta oscura con un gesto visible de preocupación, acentuado por el decaimiento del tupido mostacho, y se dirigió hacia la puerta de la consulta, junto a la que le esperaba la pelirroja enfermera en el interior. La chica cerró suavemente detrás de la figura estilizada del hombre.
Miré a los demás: rostros taciturnos, semblantes intranquilos me rodeaban por doquier; el entorno no podía ser más deprimente.
Recordé la llamada telefónica que había hecho muy temprano desde casa a Pili, mi secretaria, excusando mi ausencia. Le había dado instrucciones claras y concisas para que atendiera debidamente al director y a los delegados hasta mi llegada. La reunión tendría lugar a las cinco de la tarde. Había tiempo de sobra.
Saqué mi paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta, pero lo retorné avergonzado a su sitio. La mujer del niño me miraba con cierto reproche, señalando con su mano hacia la pared a mi espalda, en la que un aviso, que yo no había visto, decía: “Se ruega no fumar”.
--Si quiere fumar, salga al pasillo -- señaló la joven de la minifalda en voz baja desde mi izquierda--. No es la primera vez que vengo, y cuando tengo ganas de fumar, salgo ahí fuera. Lo que tiene que hacer es abrir la ventana del fondo del corredor para que salga el humo.
Hice caso de la indicación y salí de la sala de espera. Mis nervios estaban a punto de estallar; necesitaba experimentar los tranquilizantes efectos de la nicotina a pesar de que dicen que fumar es perjudicial para la salud.
Ya en el pasillo, con dedos temblorosos, extraje un emboquillado del paquete y lo encendí utilizando el pequeño mechero de oro, regalo de María con ocasión de mi cuadragésimo cumpleaños. Tras saborear la primera bocanada de humo con el escaso deleite que me permitía el dolor de muelas, la expulsé de forma ruidosa.
Al pasear a lo largo del corredor, me llamaron poderosamente la atención dos litografías de mediano tamaño, que colgaban de la pared a mi derecha. Una representaba los Girasoles de Van Gogh encerrados dentro de un sobrio marco marrón que hacía juego con la tonalidad general de la obra. Junto al Van Gogh, otra litografía representaba los Nenúfares de Monet con velados azules en un marco similar; otra maravilla del arte pictórico del siglo XIX. “Pobres pintores de hoy. Entre la fotografía y la litografía adornando paredes, mal porvenir se les presenta”, pensé para mis adentros como si mi espíritu buscase la simpatía, la conmiseración de este sufrido gremio ante mis molestias bucales.
Al final del pasillo, por la ventana a la que había hecho alusión la mujer de las gafas oscuras, penetraba una luz difusa que sumía el corredor en una imperceptible penumbra.
Atraído por el reflejo me encaminé hacia allí. Abrí completamente la hoja de la ventana y me asomé. Abajo en un patio interior, entre grises oscuros, se entristecían macetas de diversas plantas, entre las que descollaban abundantes geranios.
Un techo de cristales de colores a la altura de la azotea, a modo de cúpula, frenaba la depauperada luz natural del cielo cubierto, proporcionando a las plantas un aspecto apagado dentro de la melancolía dominante en el patio. Como contrapartida, un agradable y suave olor a fritura ascendía desde algún lugar del lúgubre inmueble.
--Hasta otro día, don Manuel. -- oí a mis espaldas la voz de la enfermera despidiendo al primer paciente. Me di la vuelta y vi al hombre alto en el momento de alcanzar la puerta. Cubría su mostacho con un pañuelo salpicado de manchas de sangre recientes.
No pude evitar un escalofrío. Apuré el cigarrillo y deposité la punta casi consumida en el cenicero de pie metálico, junto a la puerta de entrada del piso.
Mi muela en tormento estaba siendo hurgada por un hierro candente que actuaba sin miramientos. Un dolor de mil demonios invadía todo el lado derecho de mi cara hasta el oído. Palpé con la mano mi mejilla, pero no observé síntomas de inflamación aparente.
Cuando regresé a la sala de espera, más tranquilo tras el reconfortante cigarrillo, ya había entrado en la consulta el joven de la zamarra.
El sofá estaba ocupado ahora solamente por mi intranquila persona.
--Tiene mala cara, joven --me dijo la dama de las piernas gruesas, sentada en frente--. Le debe estar dando fuerte el dolor.
--No lo sabe usted bien, señora -- dije llevándome instintivamente la mano a la cara --. ¿Qué le pasa al niño?
--La criatura ha pasado la noche rabiando con una muela de leche. Está mudando y ya empieza con problemas en la boca. Estoy harta de decirle que no coma tantos caramelos, pero nada, como si le hablara a la pared.
--Cuídele. Yo, por no haberlo hecho de joven, aquí me veo.
Un suspiro inesperado conmovió el aire a mi izquierda. La chica de las gafas de sol y minifalda se removió en su asiento. Apoyé el rostro en una mano sobre el brazo del sofá y con la otra volvió a ajustarse la indócil falda.
- - ¡Qué malito es un dolor de muelas! ¡Qué cosita más mala! -- suspiró sacudiendo la cabeza. Su mirada seguía velada tras las gafas oscuras -- Cuatro, cuatro me han sacado a mí. Ahora me están empastando una pieza que no está bien y que puede ser recuperada. Estoy a tiempo para poder salvar por lo menos los dientes y los colmillos. Para colmo —prosiguió--, mi madre ingresó anoche con un ataque de azúcar. Me he pasado la noche sin dormir en el hospital, y mi hermana se ha quedado cuidándola para que yo pudiera venir al dentista. No podía esperar...
El discurso apocado de la mujer con minifalda fue interrumpido por un grito ahogado de dolor que sonó inesperadamente desde el interior de la consulta.
--¡¿Pero qué hace, hombre?! -exclamó el autor del grito con evidentes malos modos--. ¡Tenga más cuidado!
Un sordo batiburrillo de voces confusas dentro de la sala de intervenciones fue la respuesta a aquella vehemente exclamación. No podía distinguir con claridad lo que decían, pero seguramente era una retahíla de frases posiblemente relacionadas con una dolorosa manipulación del dentista.
-¿Qué estará pasando ahí? --preguntó con vivo interés la mujer de las gafas oscuras.
--No lo sé - -aseveró la mujer del niño, el cual no había movido la boca ni para respirar --, pero este hombre tiene manos de oro. Al menos, éso me dijo una amiga mía que se arregló la boca aquí. Los hay bestias. Esta es la primera vez en mi vida que piso un dentista, y es para el chiquito.
La ardiente sensación de escozor continuaba pero menos intensa, sin embargo mis nervios estaban a flor de piel. Tenía los dedos ahogados en sudor, y mi frente debía ser un fiel reflejo de las manos por la observación que me hizo la joven de la minifalda.
--Se encuentra bien? Está transpirando.
- -Sí, estoy bien -- mentí con mi breve respuesta. En realidad, deseaba que me dejasen tranquilo. No quería escuchar a nadie. Nunca había estado peor; ni siquiera durante las horas de angustiosa vigilia de la noche pasada.
Un silencio sepulcral se aposentó en la sala de espera tras el enigmático y ruidoso incidente de la consulta. La callada tensión comenzaba a pesar como una montaña sobre mi ánimo.
El niño por fin abrió la boca. Lo hizo para toser. Aquel crío debía ser inmune al sufrimiento. Su rostro no revelaba ninguna mueca de dolor ni temor.
- -Mamá, ¿falta mucho? --por fin pude oír la voz infantil, cuyo tono meloso evidenciaba el ambiente familiar en que vivía, rodeado de mimos--. Ya me estoy aburriendo de estar aquí. ¿Me vas a comprar el perrito de la tele; el que ladra y cierra los ojos? Me lo has prometido.
- Habrase visto? —intervino la madre--. Si eres bueno, te lo compraré ? -- tras una pausa se dirigió a la chica de la minifalda --: Le toca a usted, ¿verdad?
--Sí. Ahora voy yo --la voz de la joven continuaba impregnada de tristeza y apatía--. Lo mío es un poco más entretenido. No sé qué me pasa, pero la anestesia no puede conmigo. La primera vez que me saqué una muela, el médico tuvo que ponerme anestesia doble. Fue éste precisamente.
Comenzaba ya a estar preocupadísimo. ¿Qué iba a pasar conmigo? ¿Me dolería? No lo sabía. “María dice que a su madre le está yendo muy bien con este dentista, pero no sé..., no me fío. Mi suegra es un paquidermo; ella no siente dolor aunque le claven una aguja de hacer puntos en el trasero.”
Se abrió la puerta de la consulta. En el umbral apareció la figura del educado joven vestido de sport. En su rostro enrojecido afloraba una expresión desencajada. Su semblante manifestaba una indignación contenida.
La chillona voz del Dr. Cabrera sonó desde la consulta:
--No se olvide de enjuagarse la boca varías veces al día con el líquido que le he recetado.
La diligente enfermera, turbada, con rostro grave, caminaba tras el joven para acompañarle a la salida. Este, al pasar apresuradamente junto a mí, masculló algo ininteligible entre dientes y alcanzó la puerta. Al ver los blancos nudillos de la mano del joven aferrando rabiosamente el pomo de la cerradura, la enfermera. adivinando las intenciones de éste, corrió ágilmente hasta llegar a su altura e impedir lo que estaba a punto de suceder. No pudo llegar a tiempo. El violento impacto de la puerta, al cerrarse, provocó los desaforados ladridos de un perro de la vecindad.
Las dos mujeres y yo nos miramos significativamente durante unos instantes.
--iQué barbaridad! ¡Cómo ha salido ese hombre! Era una bala -- exclamó en voz alta la enfermera al pasar con las mejillas encendidas entre los anonadados pacientes.
La sorprendida joven entró en la consulta y cerró la puerta tras ella. Su silueta teñida de caoba y sus brazos cruzados se vislumbraban transparentándose de manera imprecisa a través del cristal agrisado. A los pocos segundos el rosado espejismo desapareció de la puerta dentro de la sala.
Después de cinco largos minutos de silencio, volvió a salir con su habitual sonrisa en los labios.
--El siguiente.
La mujer de la minifalda se levantó con el suficiente cuidado para desvelar una mínima parte del encanto de sus piernas. Se despojó de las gafas oscuras, y quedaron al descubierto un par de enormes ojos marrones, devorados por el mal trago de una noche de vigilia en el hospital. Guardó los lentes con prisa en el bolso y entró en la consulta sin abandonar su aire de resignación.
“Ya queda menos. Sólo el niño”, pensé. Mi alma era presa de un pánico atroz. Mi dolor persistía, pero era soportable.
De pronto, un desagradable ruido procedente de la consulta atrajo mi atención. El apagado estertor de una pequeña sierra o de un motorcillo eléctrico me causó una impresión repelente, indescriptible: Se me estaban poniendo los dientes largos con una insoportable dentera. No tenía bastante con el dolor de muelas para que ahora viniese a sumarse también aquella horrible sensación que parecía el interminable sarrillo de un moribundo. El sobrecogedor timbre de la puerta zumbó un par de veces. Mi corazón saltó desbocado, sin control. La atractiva enfermera salió de nuevo de la consulta y abrió para ver quién había llamado. Un mensajero traía un sobre destinado al médico. En la precipitación del momento, la puerta de la consulta había quedado abierta y pude percibir con mayor claridad el desagradable sonido que estaba haciendo polvo mis nervios.
No pude más; aquel ruido de desbaste estaba a punto de acabar conmigo. Mordiéndome el dedo meñique de la mano derecha me levanté y caminé por el pasillo de nuevo donde me crucé con la enfermera que en su apresurado regreso me dirigió una amable sonrisa. Llegué hasta la ventana y cerré los ojos.
Mientras esperaba mi turno, comencé a repasar mentalmente la agenda de la reunión de la tarde: 1) Lectura y aprobación del acta de la reunión anterior (era siempre igual). 2) Exposición a la dirección de los resultados de las ventas de los seis últimos meses en cada una de las sucursales que estarían presentes en la oficina. Afortunadamente la sucursal bajo mi dirección arrojaba un saldo mucho más positivo que el del ejercicio anterior. Me consolaba pensar que mi participación en el encuentro sería sin duda un éxito, avalada por los excelentes resultados de mi gestión. Un respiro oportuno para aquellos instantes de tortura
Hacía cinco minutos que había cesado el desagradable sonido de sierra. Miré en dirección a la sala de espera y vi a la dama de la minifalda que venia caminando hacia mí con cimbreantes piernas buscando la puerta de salida. Le acompañaba la afable enfermera.
-Que haya alivio -- me dijo con voz animada y colocándose las gafas de sol.
--Igualmente —correspondí.
--Hasta el miércoles, señora -- la enfermera despidió a la mujer en la puerta y regresó con paso firme junto al odontólogo.
Permanecí mirando por la ventana hacia arriba, al techo de cristales de colores, hipnotizado por el azul ultramar y el amarillo de caramelo que abundaban en aquel mosaico aéreo sobre el patio.
Cuando regresé a la sala de espera, estaba desierta. La mujer y el niño estaban ya dentro de la consulta. Me encontraba completamente solo.
Un grito infantil heló la sangre en mis venas. Un llanto incontenible quebró el aire de la sala de espera lacerando mis oídos y lo poco que quedaba inalterado de mis pobres nervios
-Señora, sujete al niño -- oí la voz desabrida del dentista, dominante, imperiosa--. Nada, que no hay manera. ¡Por favor, así, señora, así!! Isabel! Sujétale tú las piernas. ¡No deja de darme patadas el mocoso este! --ordenó el airado dentista a su ayudante.
--¡Paquito! A ver si te comportas, que ya eres un hombre. ¡Mira que no te compro el perrito! —regañó la madre a su hijo sin perder los estribos.
Mi pánico iba gradualmente en aumento mientras que el dolor de muelas disminuía en la misma proporción.
Pasé por mis labios el estropajo reseco de mi lengua mientras mis ojos permanecían fijos en la fatídica puerta cerrada. Mi pulso aumentaba alarmantemente de ritmo, las manos transpiraban sin control y en la boca del estómago sentía un doloroso pellizco que me obligaba a doblarme ligeramente hacia delante. Me dolía todo. ¿Todo? No, todo no: la muela era una delicia, una balsa de aceite. En la boca sólo sentía un mal sabor, pero el dolor se había ausentado por completo de ella.
No cesaba el llanto desgarrador en la consulta. Me puse a dar incesantes paseos de un lado a otro de la sala de espera. A cada giro del cuerpo miraba hacia el reloj hasta que horario y minutero coincidieron en una sola lanza que, apuntando al techo, marcaba la hora del mediodía.
De repente, sobrevino un fuerte estrépito procedente de la consulta. Objetos de vidrio y metal cayeron y se esparcieron ruidosamente por el suelo. Una exhalación cruzó como una paloma por detrás de la cristalera de la consulta.
--¡Por la leche que mamé, Isabel! Te dije que le sujetaras bien las piernas. Ha tirado el instrumental y la anestesia --la voz desgañitada del odontólogo era la ventolera bucal de un dinosaurio.
¿Qué hacía yo allí, imbécil de mí? Había venido a extraerme una muela. Estaba claro. “.Muela? ¿Qué muela? No siento dolor; no me duele absolutamente nada”.
--Señora — de nuevo la desagradable voz del dentista - -. Es mejor que se siente con el crío un rato ahí fuera hasta que se calme. Le he suministrado una dosis de Tranxilium. Isabel, haz el favor de recoger todo ésto. Ojalá quede algo vivo.
No lo pensé más. Me levanté y abandoné aquella antecámara de tortura. Caminé casi de puntillas hacia la salida del apartamento. La puerta de la consulta debía estar abierta de par en par, pues escuchaba, amplificada, la llantera descontrolada del crío y las palabras de consuelo de la madre.
Me encontraba al filo de la libertad. Agarré el pomo, le di la vuelta sigilosamente hasta liberar la cerradura y franqueé el umbral. En ese instante, la voz lejana de la enfermera llegó hasta mis oídos:
--Queda el último paciente, don Francisco.
- - ¿Y qué espera? Llámele, llámele.
- -¡El siguiente! ¡El siguiente! —hasta a la enfermera se le había contagiado el síndrome de exigencia de su jefe--. ¡Qué raro! No hay nadie. Quedaba uno para una extracción.
Ya no oí nada más, pues había cerrado la puerta detrás de mí. Ya estaba fuera. Tras descender de dos en dos los peldaños de las escaleras que me separaban de la calle, el sudor comenzó a desaparecer, las palpitaciones disminuyeron y mi boca recuperó su sabor normal. Y lo más importante: ¡el dolor se había desvanecido!
Salí al aire fresco de la calle y encendí un cigarrillo. Aspiré profundamente el gratificante humo y miré al cielo nublado. Una ligera llovizna comenzó a caer mientras cruzaba la mediana de José de Larra en busca de mi R-12.
Abrí la portezuela del vehículo y me acomodé en su interior. Introduje la llave en el contacto y miré hacia el primer piso del edificio donde se hallaba la clínica. A través de la ventana iluminada vi por primera vez el rostro de aquel singular profesional, que casualmente se había colocado dentro de mi campo de visión.
Por la constitución de su cabeza debía ser un tipo obeso, pues tenía una gran bola sebosa y plomiza, de la que colgaba una abultada papada; sus labios eran carnosos y proyectados hacia fuera. Tenía la nariz respingona. Cuando se dio la vuelta, la zona occipital de su cuero cabelludo resplandeció por un segundo como una bola de billar bajo la luz de los fluorescentes.
De pronto, la roja cabellera de la ayudante cubrió la imagen del doctor Cabrera. Segundos después, los listones de la persiana cayeron ruidosa y pesadamente hasta formar una compacta cortina estriada que ocultó definitivamente el interior de la consulta.
“¡De buena me he librado!”, me sentía como un crío al que hubiesen levantado un severo castigo. Apagué el cigarrillo en el cenicero del coche y arranqué. Mi cuerpo se relajaba como si le hubieran suministrado un barril de sedante. Con la punta de la lengua acaricié la muela que durante horas había sido la causa de mis tormentos. Ahora pasaba desapercibida, era una más junto a las demás piezas bucales.
Me introduje en el nutrido hormiguero del tráfico. Al llegar a la confluencia de San Hermenegildo, por el rabillo del ojo izquierdo observé que por la izquierda se me venía encima un bulto oscuro. “Pero, ¿qué hace este animal?”. Apreté a fondo el acelerador, y el coche, con un vigoroso brinco de potro salvaje, me sacó afortunadamente del atolladero al tiempo que oía los agonizantes gemidos de unos neumáticos. Alguien había estado a punto de embestirme.
-¡¡Cabrooón!! --la última sílaba nasal de la imprecación, alargándose y desvaneciéndose en difusa lejanía, produjo en mis oídos el efecto de las vibraciones de un diapasón.
El piropo, sin duda, había sido dirigido a mi persona. Pero, ¿por qué me había gritado así aquel energúmeno? Yo le había salido por su derecha y llevaba, por tanto, la preferencia. No era justo, como tampoco había sido justo mi fenecido dolor de muelas.
Mientras trataba de recuperar la calma y el control de mí mismo, sin poderlo evitar, lancé un alarido tremendo. ¿La causa? Un repentino y doloroso latigazo acababa de sacudir el lado derecho de mi encía superior. Tras la fulminante sacudida sólo gocé de unos segundos de tregua para respirar hasta que el azote lancinante volvió a herir con renovado brío. Y así se fueron sucediendo los insonoros y dolorosos chasquidos de látigo, uno tras otro, hasta que el dolor se hizo persistente e insoportable; más intenso aún que el que me había invadido durante la noche.
Un relámpago esparció un largo aluvión de estruendosos estertores sobre los edificios de la ciudad. La lluvia ligera, menuda, comenzó a arreciar en un copioso aguacero. “¡El maldito dolor, otra vez! ¿Por qué?”.
Miré desconsolado a través del parabrisas, que estaba siendo invadido por innumerables regueros de agua. En lento fluir, las luces del tráfico dibujaban distorsionadas líneas rojizas, grises, caprichosas y zigzagueantes, que se confundían con las fantasmales gotas sobre el cristal.
Milagrosamente, las molestias remitieron tras las recientes acometidas. Ardía en deseos de regresar a casa y caer en los cálidos brazos de Maria antes de preparar los prolegómenos de la indeseada reunión de trabajo en la oficina.
Por el rabillo del ojo izquierdo, observé ahora la presencia de una figura oscura en pie junto a la portezuela que me miraba fijamente.
“Buenas tardes. Se ha saltado usted un semáforo en rojo, y casi provoca un accidente grave. ¿Me permite su permiso de conducir? —así me habló un gorila con gorra de plato empezando a gotear y mirada punzante mientras efectuaba unas rutinarias anotaciones en un bloq.
Estuve a punto de lanzar un nuevo alarido ante el traicionero y doloroso coletazo que me lanzó el nervio juguetón de la muela herida. Supe en ese instante la razón de los gritos de mi mujer (a los que no me había referido antes en el relato) llamándome desde el balcón cuando inicié mi despavorida huida hacia el dentista: con los dolores y las prisas había olvidado la billetera y la documentación del vehículo en casa.


A. Macías
(Derechos de autor)

viernes, 10 de abril de 2009

OBSESIÓN



Tras haber cenado un par de salchichas medio quemadas, subí al desván en respuesta a un impulso desconocido. Accioné el interruptor de la luz junto al umbral, y ante mí surgieron cacharros y muebles de todo tipo: muñecos, sillas viejas, dos mesas de comedor y una mesita de televisor sin ruedas, entre otros objetos destartalados. Todo formaba parte de un amasijo que se esparcía, más o menos desordenadamente, por el suelo de madera.


Adosado a la pared del fondo reposaba un armario que en su tiempo de vida había tenido dos puertas; solamente le quedaba una. Me acerqué al desvencijado armatoste, que apenas se mantenía en pie. Su interior bullía con revistas antiguas, llenas de pliegues, y libros de texto con las pastas rotas. Una de las patas traseras se había desprendido y yacía en el suelo, unida al mueble materno sólo por cordones umbilicales en vaporosas telas de araña, redes para pescar insectos incautos.

El polvo cubría todo como si en frente de la casa hubiera una fábrica de cemento en plena producción. Di un fuerte golpe con el pie en el suelo. Se estremeció la pieza entera. Surgió una neblina, cuyo molesto picor invadió las ventanillas de mi nariz y me hizo estornudar dos veces. Abrí la ventana para que se aclarara el ambiente. La bombilla, pendiente del techo y plagada de minúsculas deposiciones de moscas, se puso a oscilar ante un soplo de viento que introdujo, de pronto, la noche. Fluctuaron, de un lado a otro, las sombras de los muñecos, de las sillas, de las mesas. El armario pareció cobrar vida a causa del efecto óptico que producía su inquieta sombra en la pared.

Metido en la cámara oscura del ático, de momento iluminada, no sabría decir con certeza si era la proyección de mi figura en el piso la que se desplazaba con las de los muebles, o era yo quien bamboleaba. Miré hacia las vigas de la techumbre y noté una leve sensación de mareo. ¿La cervical? No. No era el cuello, sino el pequeño globo luminoso, que, obediente a la brisa nocturna, se mecía como un péndulo. Aumentó de intensidad el viento, y el balanceo se convirtió en acompasadas cadencias elípticas, cuya visión me hipnotizaba. Antes de sucumbir ante el fulgurante ojo encendido, bajé los míos hacia el viejo armario.

Permanecí unos segundos quieto, cegado por el resplandor. Di unos pasos en dirección a la ventana, y fue en ese preciso momento cuando algo me tocó la frente. Di un respingo hacia atrás. Pensé que era un moscardón, que como un kamikaze había penetrado buscando la fuente de luz.

El contacto súbito de aquella cosa fue tan desagradable que extendí instintivamente el brazo derecho. Mi mano tropezó con un objeto ligero y flexible en su fugaz escapada: una soga que pendía de una de las vigas del techo. La sujeté. ¿Cómo no había reparado, al entrar otras veces en el desván, en la presencia de aquella especie de liana que casi tocaba el suelo? Me arrollé la maroma en un brazo y la tensé con cuidado, pero ante su tenaz resistencia mis tirones se hicieron cada vez más fuertes hasta que terminé izándome a pulso; la viga y la cuerda soportaron mi peso, y no se deshizo el nudo.

Mi reloj me reveló que era tarde, y decidí ir a acostarme. Puse la bombilla a dormir y bajé las escaleras, pero quien no pudo dormir después fui yo. Las pesadillas se sucedían una tras otras. Con seguridad, la cena me había sentado mal.

* * *

Llegó la mañana, radiante de colores, pero mis pensamientos estaban grises, hostigados por una idea permanente: “¿Qué fin tendría aquel objeto colgante e inapropiado? ¿Por qué estaba allí?” Alguien debió haberlo puesto antes de que yo comprara el caserón. Mientras desayunaba algo ligero, no conseguía sentirme tranquilo. Tenía que volver al solitario desván.

De regreso al lugar, me pellizqué el labio inferior, contemplando absorto la larga trenza de cáñamo. Decidí quitarla, pues, a la luz del sol, su flotante verticalidad desentonaba con la caótica armonía del cuarto trastero. Tomé una silla polvorienta y me puse en pie sobre ella; pero el techo era tan alto que mis manos, con los brazos extendidos, quedaban muy lejos de la viga. Cortar la cuerda no era solución, pues quedaría un buen cabo colgando.

Sin descender de la vieja pieza de mobiliario, acaricié el extremo deshilachado de la soga. Aquel acto me hizo evocar los tiempos de servicio en la marina, e improvisé un buen nudo corredizo. Una idea morbosa cruzó por mi mente. “¿Por qué no?”. Quise probar qué sensación producía una soga alrededor del cuello. Con manos temblorosas me ajusté el lazo alrededor de la garganta, con la holgura de un collar. Pinchaba desabridamente, como la piel de un erizo.

Me aterró imaginar el solemne entorno, el indescriptible miedo, la incertidumbre que crea el fatídico instante en que un reo está a punto de ser ajusticiado. Me temblaron los músculos de las extremidades, y mis pelos debían estar de punta por el escalofrío que recorrió mi cuero cabelludo.

Aún asustado, pero satisfecho por la excepcional experiencia, me disponía a liberar mi cuello, cuando, de repente, convulsionaron los alambres de mis piernas como si fuera a perder el equilibrio. Traté de aferrarme con desesperación al espaldar de la silla, pero éste ya no estaba a mi alcance. Noté con horror que mis pies no pisaban firme. Lo único que oí fue un tremendo crujido, el grito breve y agudo que da la madera al astillarse mientras mi cuerpo y mi espíritu descendían, sin parar, en un vacío infinito.

De este modo acabaron mi obsesión, mis preocupaciones por la maldita soga… y mis días.

A. Macías Luna (de "Realidad ilusoria") (Derechos de autor)

DIÁLOGO CON EL ABUELO



--¿Por qué tienes el pelo tan blanco, abuelo?
--¿Tan blanco me lo ves?
--Sí. ¿Es que te lo pintas?
--En todo caso, me lo teñiría. hijo, pero has de saber que no lo he teñido yo...Quiero decir, la vida y los años me lo han pintado de este color.
--¡Qué cosas dices, abuelito! No sabía yo que la vida tuviese pinceles y lápices para pintar una cabeza. Mira este dibujo que he hecho en el colegio, pero allí lo hago con colores.
--No veo blanco por ningún sitio.
--Es que son colores alegres. Mira, aquí en la silla del caballo de la princesa, hay colorados, celestes… ¿A ti, cuál te gusta?
--Me gustan todos, pero deberías usar el blanco también; conseguirías más tonos, pues el blanco es luz pura. Atiéndeme bien. Dicen que cuando el pelo está blanco es porque la persona que lo lleva ha sufrido en la vida.
--Entonces, tú has sufrido mucho, ¿verdad?
--No preguntes. Estudia, sé feliz y procura hacer siempre el bien. A pesar de todo, puedes recibir algún revés.
--¿Un revés? ¿Sabes una cosa? Paquito me dijo antes de ayer, en el recreo, que me iba a dar eso precisamente, un revés.
--¿Eso te dijo? ¿Y qué le dijiste?
--Nada. abuelo. No sabía qué era un revés.
--Mira, Pepito. Un revés es lo mismo que un guantazo.
--¡Ah, un guantazo! Pues mañana me voy a poner los guantes para darle un buen revés a Paquito Se va a enterar.
--Ni se te ocurra; no estaría bien.
--Entonces, tampoco está bien el guantazo que me quiere dar Paquito.
--Efectivamente. Por eso mismo tú no debes hacerlo; nunca imites a nadie sin saber si lo que ha hecho es lo correcto.
--¿Y cómo sé eso?
--Siendo un buen chico; trabajador, educado y respetuoso con los mayores. Nosotros te lo iremos enseñando, y tú lo irás asimilando con el tiempo.
--Entonces, cuando se me ponga la cabeza como a ti, ¿verdad, abuelo?

A. Macías (Derechos de autor)

MI MAESTRO

Debido a la negrura del cabello ondulado y al elevado porte de don Salvador, yo me sentía como David frente a Goliat o a un ser de otra galaxia. La primera vez que le vi, mi imaginación infantil modeló la figura de mi maestro dando zancadas enormes con las botas de siete leguas, las que usaba el ogro enemigo de Pulgarcito.

Cojeaba don Salvador, pero con elegancia. Debido a la rigidez de su pierna derecha, ésta daba la impresión de ser de madera, como la que usaban los corsarios, quizás la misma que yo había visto en las ilustraciones de un libro de Stevenson, regalo de mis padres. Su aspecto era el de un pirata trasladado al siglo XX. ¿Llevaría sable? Me hacía esta y mil conjeturas sobre la posibilidad de que escondiese alguno debajo de la chaqueta, para asaltar galeones y conseguir pingües fortunas. Lo que sí estaba claro es que no usaba tricornio ni llevaba un loro verde en el hombro como el peculiar personaje de mi libro.

Tampoco utilizaba bastón; él mismo se las componía para desplazarse, envarado y con titubeos, por la acera. Si se cansaba, lo cual era raro en él, se afianzaba un momento a los barrotes de una ventana antes de continuar la marcha. Perdido en las sombras que proyectaba la débil luz de las farolas, don Salvador parecía una momia siniestra mientras se alejaba por la calle, entrada la noche. Nunca supe la causa de su invalidez.

Con el transcurso del tiempo, llegué a conocerle y me di cuenta de que aquel hombre no pasaba de ser un cíclope inofensivo, pues carecía de algo indispensable para ser poderoso y agresivo, la facultad de doblar una de sus piernas. Por otro lado, era tan especial que poseía un talante discreto y una gran diplomacia en el trato con el prójimo. Metódico, acudía puntualmente a la clase. A las nueve menos cinco era el primer profesor en cruzar el portón de la escuela. Y allí, en el aula, estábamos sus alumnos, los del grupo B de primaria, niños de un arrabal modesto de Gijón, correteando entre las bancas.

El rigor del invierno traía un viento helado del Cantábrico, y no había en la escuela un mal brasero que nos calentara. Nos frotábamos las manos o las guarecíamos debajo de las axilas; también las poníamos en forma de tubos y soplábamos a través de ellas para impregnarlas con el calor del aliento. Esta escena era coreada por nuestras voces, ignorando que en pocos minutos llegaría alguien tan importante y respetuoso como nuestro profesor.

Don Salvador, que conocía a sus pupilos, muchos de ellos traviesos y mal educados, carraspeaba al pisar el vestíbulo para que le oyésemos y nos sentásemos en postura correcta, o sea con los brazos cruzados sobre los pupitres. Imagínense a una treintena de niños con una media de ocho años, sin haber recibido aún la primera comunión, corriendo cada uno hacia su lugar para situarse más derecho que una vela en cuanto sonaba la áspera tos de advertencia.

En la puerta abierta, apareció la humanidad bien plantada de don Salvador, como dudando antes de dar un paso. Venía abrigado hasta la nariz con una bufanda roja.

–¡Buenos días a todos! –saludó mientras se dirigía hacia su mesa de trabajo, un mueble viejo, con arañazos y pintado de color castaño, que se había vuelto mate por la acción del tiempo. Aquel hombre era limpio aunque solía llevar un traje gris de corte clásico y con arrugas. Una vez oí a doña Plácida, la maestra del grupo A, comentarle a una compañera que don Salvador se conservaba muy bien a pesar de ser un soltero cuarentón.

Detrás del maestro, al fondo, un gran encerado ocupaba casi toda la pared. En aquella especie de telón negro nunca faltaban unos dibujos hechos con tiza blanca, simulando orejas de asno, debajo de las cuales se colocaba de pie, castigado, todo alumno sin intención de enmendar sus malas notas. Gracias a Dios nunca padecí la humillación de situarme bajo aquellos apéndices puntiagudos; picota que me habría acreditado como un chaval corto de entendimiento o de conducta irreductible.

Mientras don Salvador colgaba la gabardina y la bufanda en la percha, sus ojos transparentes, de un ámbar oscuro, volaron para detenerse en mí como era costumbre cada mañana. Su rostro chupado lucía un recio bigote oscuro, corto como un pizarrín, y una leve sonrisa, que contrastaba con su entrecejo encogido. Quizás se pregunten ustedes cuál sería la razón de aquella mirada, ¿Pura coincidencia? Hoy acaricio una hipótesis basada en la realidad: Yo era el más aplicado de toda la clase, pues así lo avalaban las calificaciones escolares, y estoy seguro de que ese intercambio visual momentáneo confirmaba un tácito entendimiento entre alumno y docente. Aquel detalle insignificante me servía de estímulo para mantener un alto rasero de buena conducta y no mostrarme agitado, como otros compañeros.

–A ver. Saquen los cuadernos de caligrafía y repitan la página cinco. No quiero ni una sola tachadura –dijo aquella mañana paseando sus ojos acariciadores por los rostros de los alumnos más atrasados.

Tenía que ser la carilla número cinco, la más pesada, la que nos hacía repetir una y otra vez; la que mostraba dos letras que a él le gustaban mucho: la F minúscula, “con sus lobulitos de punta y una filigrana en el centro como la cinta anudada de un regalo”. ¿Y la R minúscula? Esa era menos complicada, pero había que dejarle “bien hecho el moñito en el lado izquierdo de la cabeza”.

* * *

Un día de aquellos en que el frío había cedido, ocurrió algo inesperado. Eran las nueve y media, y don Salvador no aparecía. Los alumnos estábamos extrañados por la ausencia de nuestro maestro, quien nunca había faltado ni siquiera por enfermedad. Sorprendentemente, entró el portero de la escuela y nos mandó al recreo. Algunos se alegraron de aquel cambio en la rutina diaria y se entregaron a sus juegos habituales. Yo preferí sentarme en el primer peldaño de las escaleras que conducían al piso superior, donde se encontraban el despacho de la dirección y las aulas de bachillerato. Desde mi emplazamiento deslizaba, pensativo, los ojos sobre la pista de baldosas del amplio vestíbulo. A través de una gran cristalera, a la izquierda, divisé las cabezas de mis compañeros que se movían alocadamente de un lugar a otro, al aire libre. Gritaban y forcejeaban. Un tal Peláez, transpirando, se acercó a la piletilla del patio. Abrió el grifo y puso la boca torcida bajo el chorro, mostrando un desfile de dientes.

Habrían transcurrido veinte minutos cuando oí pasos por las escaleras. Bajaba don Rafael, el director, acompañado del portero, el cual nos convocó en el aula. Ya sentados en clase, apareció doña Plácida, que traía los ojos enrojecidos, lo que no dejó de alarmarme. Se situó a la izquierda del superior. Yo intuía que algo serio debía haber ocurrido para que se dirigiese a nosotros la máxima autoridad del centro.

–Estimados alumnos –comenzó don Rafael con voz seca y apagada–. Me veo en el doloroso trance de comunicaros que anoche falleció nuestro querido maestro, don Salvador Quiñones. Por lo tanto, el colegio queda clausurado hoy y mañana en señal de luto. Don Salvador nos deja no sólo su recuerdo, el de un profesor que miraba por sus alumnos, sino también un ejemplo de conducta a seguir por vosotros e incluso por la plana docente conmigo a la cabeza –puso una mano en el hombro de la profesora concluyendo–: Desde pasado mañana, os integráis al grupo de la señorita Plácida.

Al final de la alocución, mi espíritu era una lámina gruesa de granito alojada en mis carnes; de forma parecida se encontraban mis compañeros cariacontecidos. El aula mantenía un silencio sepulcral. En el encerado aparecían, sin cabeza y solitarios, los trazos de las orejas de burro, los últimos que nos había dejado don Salvador en vida.

En la percha, junto a la pizarra, mientras escuchaba al director, me había llamado la atención la gabardina que había pertenecido a mi maestro. Don Salvador la había olvidado el día precedente, o tal vez antes; era tan distraído que a menudo se marchaba sin el paraguas. En aquellos momentos de tristeza tuve que ser yo quien reparase en el objeto lacio y sin dueño. Cuando don Rafael acabó de hablar, me puse en pie y le advertí de la existencia de la prenda. La tomó en sus manos con el rostro contraído y los párpados medio cerrados para disimular la emoción, Una vez que hubo traspasado el umbral, se detuvo para extraer algo de un bolsillo de la gabardina mientras conversaba con la señorita Plácida. Era la bufanda roja de mi maestro, de la que se desprendió un trozo de papel blanco. Éste cayó en una gran maceta situada entre la puerta de la clase y el pie de las escaleras.

Nadie se dio cuenta de aquel detalle. Cuando salí del aula, guardé disimuladamente lo que era un sobre cerrado y partí con el resto de los compañeros. Algunos llorábamos, otros conversaban en voz baja. En la puerta del colegio, la compacta masa de alumnos de primaria y de bachillerato se disgregó en pequeños grupos, los cuales tomaron diversas direcciones. Esperé a encontrarme cerca de casa para examinar el contenido del papel. No deseaba que hubiese testigos. Me había atribuido el indecoroso derecho de apoderarme de algo que no me pertenecía, pero actué impulsado por la necesidad de conservar un recuerdo de una persona difunta a la que respetaba y quería. Lo escrito en aquel documento, si era algo personal, quedaría grabado en mi alma, pero no en mis labios. Confiaba en que don Salvador no me lo reprochase desde el Más Allá.

Al llegar a la esquina de mi calle, extraje del bolsillo el ansiado trofeo y cuando estaba a punto de abrirlo, reparé con sorpresa que estaba dirigido a mi padre. Por respeto a don Salvador opté por entregar a su destinatario el sobre, que temblaba con mi mano.

Eché a correr hacia mi casa. Cuando subí, mis progenitores se hallaban reunidos en el salón. Les comuniqué la terrible noticia, y mi madre rompió a llorar. Tras leer la carta, mi padre se volvió de espaldas como si buscase algo en las copas de la vitrina, pero el reflejo aceitunado del cristal no me impidió ver su semblante desencajado por la pena.

De labios de la gente pude conocer la causa de la muerte de don Salvador: Un infortunado golpe en la cabeza contra el bordillo de la acera.

* * *

Han pasado más de cincuenta años desde los sucesos que acabo de referir. Hace una semana, me impresionó ver en la prensa una esquela que anunciaba el décimo aniversario del óbito de doña Plácida, la maestra del grupo A de mi colegio. Aquella noticia fue la espoleta que hizo reventar toda una carga de recuerdos en mi mente.

Busqué y rebusqué entre las pertenencias de mis padres difuntos y ancestros hasta que vi un álbum de fotos. Entre el mosaico de cartulinas grises, descubrí una en la que aparecían mis compañeros alrededor del maestro. La foto había salido torcida, y en ella estábamos los de la clase B en una jornada de excursión a Ribadesella. Parecíamos espectros por los semblantes anticuados. Ah, no vi a Peláez; claro, fue el que nos hizo la foto. ¿Dónde estaría hoy? No había vuelto a saber nada más de él. Don Salvador estaba de pie en el centro de la segunda fila, con expresión humilde, pretendiendo pasar desapercibido, pero resaltaba en el grupo, no sólo por su estatura sino por su gallardía y personalidad.

Al pasar la página del álbum me sorprendió encontrar un sobre aplastado y frágil por las zarpas de los años. En seguida se me vino a la memoria aquella carta que don Salvador había dirigido a mi padre antes de que aquél falleciese y que, por dictamen de mi conciencia, no había osado leer el día que la tomé de la maceta en el colegio. Abrí el envoltorio y extraje una cuartilla escrita a mano por mi difunto profesor.

* * *

Mientras visualizo en el cerebro la película de mis evocaciones infantiles, voy deambulando sin prisas, con un lujoso abrigo de lana gruesa y guantes de piel, por la calle principal del camposanto de Gijón. Marcho conmovido, portando dos ramos de crisantemos; uno está destinado a la sepultura de mis padres y el otro, a la de mi profesor, cuya dirección, facilitada por el administrador del sagrado recinto, ya había sido incluida en mi agenda: calle de los Placeres, número 241.

Después de haber dedicado unas oraciones a mis mayores, deposito mi regalo floral encima de la losa de mármol, bien cuidada. No faltaba un detalle; la piedra marmórea estaba impoluta como el primer día, cuando enterraron a mi padre. La cabecera de la sepultura se emparentaba con el sol a través de un ornato barroco de ángeles tejiendo cadenas de estrellas. Tengo que reconocer, satisfecho, que Luisa, la chica que cuida tumbas en el cementerio a cambio de una modesta cantidad, es sumamente limpia y cuidadosa.

Tras devotas oraciones me despido de mis padres con un adiós emocionado y aprieto el paso; extrañamente, tengo prisa por llegar al lugar donde descansan los restos de mi querido maestro. Me empuja el ariete de una congoja, hermana de la nostalgia que ya me había invadido cuando ayer descubrí el álbum.

Calle de los Placeres, leo en un trozo de cerámica ese nombre sugerente, pero sarcástico para el sitio que pisaba; un término paradójico que me hace meditar sobre los insondables enigmas del otro mundo. ¿Habrá placeres después de la muerte? En verdad, a mí no me faltaban en la tierra.

Dejo a un lado estas cábalas y me concentro en la búsqueda del número 241. No aparece. De pronto veo el 250. Tengo que retroceder, ya que antes había pasado frente al 230, y la numeración es correlativa. Vuelvo sobre mis pasos examinando con detenimiento los números ilegibles de algunas sepulturas ¿Dónde estaría la 241?

Me sobresalta un sonido en la maleza. Surge, a todo correr, un gato maullando detrás de algún animalillo. Aquella irrupción inesperada resulta providencial, pues el felino había huido a través de un claro en los matojos que rodean lo que sin duda es una tumba enterrada en el pasto. Miro a través del hueco en penumbras. Sobre una franja de cemento encalado figura, toscamente pintada en negro, la cifra 241.

Deposito el ramo en tierra. Con el pie separo los tallos de hierba que, al crecer, se habían doblado y cubrían toda la sepultura. Al ver que éstos volvían rebeldemente a su posición original, utilizo las manos enguantadas para arrancarlos y abrirle paso a mi vista. Queda ahora la parte central del sepulcro suficientemente despejada y visualizo, a través de una pátina gris, lo que parece un texto pintado. Froto con los dedos, y nace una palabra: Quiñones. Araño con insistencia a ambos lados del apellido hasta que aparece lo que yo buscaba: Salvador Quiñones Olabarrieta, el nombre completo de quien reposa en aquel lugar. No hay otra escritura ni fecha. Tomo el ramo de crisantemos y lo deposito en las ruinas de la losa combada. Me enderezo y quedo petrificado ante aquel abandono, que contrasta con la ornamentación y plantas de otras tumbas próximas, repletas de color. Rosas, claveles, amapolas y otraas bellezas florales eran las emperatrices en aquel reino callado; dominaban todos los recovecos y también el aire con sus cetros de aromas empalagosos.

Siento amor, mucho amor y un calor intenso dentro de mí a pesar del repeluzno del invierno. Mi sentir no se debe a la soledad tangible de aquel lugar macabro, sino a remotas vivencias que aún permanecen vigentes en mí, y que se vigorizan mientras contemplo la miserable e inmerecida morada de mi profesor.

De repente, siento una mano en el hombro. Me vuelvo y creo reconocer a uno de mis mejores clientes, un hombre bien vestido, cuyo nombre no recuerdo, pues son tantas personas para quienes trabajo. Intercambiamos unos saludos y me extiende una mano plagada de anillos al marcharse:

–Muchas gracias, don Pedro, por salvar a mi hijo de la cárcel. Es usted un magnífico abogado.

Aquel encuentro fortuito ha hecho que me sienta más triste, al memorizar con nitidez la figura erguida de mi maestro alejándose de la escuela, cojeando sobre su rígida pierna. Extraigo del bolsillo de mi abrigo la misiva que hacía una semana había hallado al azar en el álbum de fotos. Entre susurros me puse a leer la letra bien cuidada del desaparecido profesor; él, que siempre había luchado con tesón por que sus niños cultivasen una escritura decente, poseía unos trazos magistrales. El texto escrito, que ya había leído no sé cuántas veces durante la semana, rezaba así:

“Estimado Pedro Ramírez:

Le comunico que su hijo Pedrito rinde en los estudios óptimamente. Es mi mejor alumno y demuestra una disposición excepcional por el orden y la disciplina. Mantiene el aseo en clase y sirve de ejemplo. Hoy les he preguntado a los chicos qué les gustaría ser de mayores. Su hijo me respondió de forma distinta a los demás, lo que no deja de sorprenderme. Con ocho años dijo que su ilusión era convertirse en abogado para defender la ley y la justicia, así, como le digo: “para defender la ley y la justicia”.

Amigo Pedro, como comprenderá, no es frecuente que un niño de esa edad haga tal razonamiento. Y es por ello que le pido encarecidamente que no frustre el deseo de Pedrito de estudiar abogacía si él mantiene su criterio. Estoy muy orgulloso de su hijo, pero él no lo sabe.

Reciba mis afectuosos saludos,

Salvador Quiñones”

Una firma ilegible con rúbrica remataba la lectura conmovedora de aquel trozo de papel dirigido a mi padre.

Me envuelve una ola de ternura y agradecimiento hacia quien había sugerido a mi progenitor que no obstaculizase mi vocación temprana. Mis ojos se cubren de una transparente cortina de agua, y noto humedad en las mejillas. Sollozo con amargura. No me importa que me vean.

Al secarme las lágrimas, el polvo de mis lujosos guantes hacen que me escuezan los ojos mientras converso larga y silenciosamente con una losa combada ante mí.

Transcurrida media hora, por último, me santiguo y digo en voz alta:

–Muchas gracias, don Salvador.

En ese instante, un zorzal se posa en la tumba y picotea a todo lo largo del nombre del difunto, tal vez atraído por el color negruzco de los caracteres, como si quisiera retener en su cabecita aquellas letras torpemente escritas con pincel. De improviso, sale volando. Mi mirada le sigue hasta el cielo. El sol está alto.

Acariciando la carta con mi mano derecha en el bolsillo, abandono la sepultura de mi respetado maestro para ir en busca de Luisa,que debe estar cerca arreglando nichos.

EL FORASTERO

Hacía una semana que Narváez se encontraba en la ciudad, un enorme conglomerado de construcciones, edificios insulsos, sin carácter; algunos diseñados con mal gusto por la mente humana y otros, moldeados negligentemente por las invisibles manos del tiempo.
Como tantas urbes, ésta había sido partida por un río cuyo nombre ha nadado al infinito de mi memoria; aclaro, no obstante, que es una corriente de agua casi estancada de cincuenta metros de anchura, que ofrece unos brillos vibrantes y salpicados en la superficie, obedeciendo al aliento intangible de las farolas en las márgenes. Al otro lado del puente, en el frío de diciembre, se expande un barrio de luces tenues, de candilejas de baja iluminación que ocultan su frágil resplandor entre callejas moribundas.
Cuando uno se ve solo en lugar extraño, no faltan esos demonios que andan libres ofreciendo un ágape de tentaciones en sus tenedores. Nuestro personaje es un soltero de treinta y cinco años; por lo tanto, es cebo fácil para los abanderados del mal. La edad joven requiere la satisfacción de los instintos relacionados con la lujuria y, como acabo de señalar, la tentación vagaba a su antojo por aquellos callejones, plagados de ventanas oscuras, la mayoría, y alumbradas, unas pocas, tras las cuales era notoria la presencia de camas humildes, o, por denominarlas con propiedad, camastros de ropas deshechas entre paredes sucias; también podíase vislumbrar mobiliario viejo y de mala calidad, como mesas negras y marrones agobiadas por sillas del mismo color y espaldares curvados. Recortándose contra estos escenarios figuras femeninas apoyaban los codos en los alféizares, mirando alternativamente a uno y otro extremo de la calle. Algunos cuerpos se reclinaban de pie en los portales, en espera de caminantes perdidos.
Narváez cruzó el puente y se adentró en el sector. Eligió una calle angosta. Su mano derecha percibió la tibieza de las monedas y el tacto rugoso del papel de unos billetes en el bolsillo derecho del pantalón. Aquel día había cobrado una cantidad de dinero de la empresa por un traslado temporal a esta ciudad. En el hostal Delfos, donde se hospedaba, ocultó el efectivo y se echó encima una cantidad suficiente para andar de picos pardos.
Ya se imaginarán, estimados lectores, lo que ocurrió: El forastero contrató a una trabajadora del sexo, pero lo que no saben ustedes es que tuvo que emplearse a fondo, pues sufre de impotencia por estrés. En esta historia dudé antes de aplicar el término “trabajadora del sexo”. ¿Por qué hay que desembolsar una cantidad nada despreciable a una mujer que combate cuerpo a cuerpo con uno, ardua y sudorosamente, en la cama? Suena contradictorio pagarle a una persona que realiza una misma labor, intensa y agotadora; sin embargo, dentro de los prostíbulos así es la norma: a ningún varón le exigen un certificado médico acerca de su poderío sexual. Narváez se hacía este razonamiento cuando salió del barrio de la perdición después de una experiencia fallida por culpa de los nervios.
Iba a cruzar el puente de regreso al hostal Delfos, situado a veinte minutos de aquel enclave, cuando distinguió la luz verde de un taxi. Hizo un gesto con la mano para que se detuviera. Se acomodó en el asiento posterior, a la derecha. Conducía un individuo muy comunicativo de la misma edad que Narvaéz. No faltó la pregunta usual escrutando a este último a través del retrovisor: “¿De dónde es usted?” Después, hizo alusión a las chicas que trabajan en el comercio carnal.
-El barrio donde me abordó usted está minado –dijo el profesional del volante-. De madrugada ni se le ocurra entrar; se expone a salir en calzoncillos.
-Me imagino –adujo Narváez sin referir que momentos antes se había acostado con una de las inquilinas del sector. Durante el trayecto, para no perder el hilo de la conversación, el chofer miraba a menudo a su pasajero, que, con semblante de buena persona, prosiguió-. Es difícil la vida de esas pobres mujeres; pero sirven para algo. ¿Qué haríamos los solteros sin ellas?
Rió el conductor. Otro taxi los estaba adelantando; finalmente, el nuevo vehículo se situó delante cuando ambos enfilaron el cuello de un embudo aletargante, ya en el centro urbano. En el asiento trasero del otro coche viajaba una mujer de pelo negro con unos zarcillos en forma de aros enormes colgándole del lóbulo de las orejas. Coincidiendo con el periodo de detención del tráfico ante una luz roja, de repente, la dama volvió la cabeza y miró hacia atrás; sus ojos no advirtieron la presencia de Narváez, oculto en la noche bajo la techumbre metálica del taxi.
Nuestro hombre ya había reparado en la viajera del vehículo que le precedía; la reconoció como la prostituta que media hora antes había estado yaciendo con él. Inesperadamente, la mujer sacó la lengua en un ademán de burla dirigido al taxista que conducía a Narváez; en repetidas ocasiones, la dama guiñó un ojo y abocinó los labios de rouge arrojando besos al trabajador del servicio público.
Narváez estuvo a punto de preguntarle al chofer si había advertido las carantoñas de la señorita del otro taxi, pero es hombre prudente que piensa las cosas dos veces antes de decirlas. También se moría por manifestar que se había acostado con aquella dama en un lupanar del peligroso barrio de donde venían. Dios permite que, por naturaleza, los que ostentan el sexo masculino hagan gala de sus cualidades machistas; sin poderse contener más, Narváez se decidió por la primera opción:
-Amigo –interpeló tímidamente al chofer-. ¿No se ha dado cuenta de que ésa de ahí quiere algo con usted? Lleva un rato haciéndole muecas. Desde aquí lo estoy viendo todo. Hay que ver lo atrevidas que son algunas. Seguro que viene de…
-¡Ja, ja, ja! –se carcajeó el tipo sin poder contener las lágrimas-. ¡Claro que me he dado cuenta, si es mi mujer!
-Perdón, por Dios! ¿Cómo me iba a imaginar…? –se excusó Narváez, que experimentó la avalancha tranquila de un glaciar en las extremidades y en el rostro, las llamas rojizas de un cráter.
-No se preocupe, caballero. Si le contara las cosas que me suceden dentro de esta caja… -repuso el chofer jocosamente mientras hacía señales con los faros al compañero de delante -. Mi señora viene de trabajar en la editorial; se dedica a la venta de libros, ¿sabe? Le voy a decir que se baje para que le venda la enciclopedia Liberalis; habrá oído hablar de esa colección; es la mejor para “esculturizarse”.
-¿Me deja en la próxima esquina? –fueron escuetamente las palabras que salieron de los labios de Narváez deseando abandonar aquel polvorín de taxi cuanto antes.
-¿Pero no iba al hostal Delfos?
-Sí, pero queda cerquita.
Nuestro personaje, pagó y descendió apresuradamente. Se abotonó el abrigo y se subió el cuello para ocultar sus facciones. A toda prisa se alejó del resplandor de la farola junto a la cual se había detenido el vehículo.
-¡Eh, oiga! ¡Se le olvida el cambio!