Debido a la negrura del cabello ondulado y al elevado porte de don Salvador, yo me sentía como David frente a Goliat o a un ser de otra galaxia. La primera vez que le vi, mi imaginación infantil modeló la figura de mi maestro dando zancadas enormes con las botas de siete leguas, las que usaba el ogro enemigo de Pulgarcito.
Cojeaba don Salvador, pero con elegancia. Debido a la rigidez de su pierna derecha, ésta daba la impresión de ser de madera, como la que usaban los corsarios, quizás la misma que yo había visto en las ilustraciones de un libro de Stevenson, regalo de mis padres. Su aspecto era el de un pirata trasladado al siglo XX. ¿Llevaría sable? Me hacía esta y mil conjeturas sobre la posibilidad de que escondiese alguno debajo de la chaqueta, para asaltar galeones y conseguir pingües fortunas. Lo que sí estaba claro es que no usaba tricornio ni llevaba un loro verde en el hombro como el peculiar personaje de mi libro. Tampoco utilizaba bastón; él mismo se las componía para desplazarse, envarado y con titubeos, por la acera. Si se cansaba, lo cual era raro en él, se afianzaba un momento a los barrotes de una ventana antes de continuar la marcha. Perdido en las sombras que proyectaba la débil luz de las farolas, don Salvador parecía una momia siniestra mientras se alejaba por la calle, entrada la noche. Nunca supe la causa de su invalidez.
Con el transcurso del tiempo, llegué a conocerle y me di cuenta de que aquel hombre no pasaba de ser un cíclope inofensivo, pues carecía de algo indispensable para ser poderoso y agresivo, la facultad de doblar una de sus piernas. Por otro lado, era tan especial que poseía un talante discreto y una gran diplomacia en el trato con el prójimo. Metódico, acudía puntualmente a la clase. A las nueve menos cinco era el primer profesor en cruzar el portón de la escuela. Y allí, en el aula, estábamos sus alumnos, los del grupo B de primaria, niños de un arrabal modesto de Gijón, correteando entre las bancas.
El rigor del invierno traía un viento helado del Cantábrico, y no había en la escuela un mal brasero que nos calentara. Nos frotábamos las manos o las guarecíamos debajo de las axilas; también las poníamos en forma de tubos y soplábamos a través de ellas para impregnarlas con el calor del aliento. Esta escena era coreada por nuestras voces, ignorando que en pocos minutos llegaría alguien tan importante y respetuoso como nuestro profesor.
Don Salvador, que conocía a sus pupilos, muchos de ellos traviesos y mal educados, carraspeaba al pisar el vestíbulo para que le oyésemos y nos sentásemos en postura correcta, o sea con los brazos cruzados sobre los pupitres. Imagínense a una treintena de niños con una media de ocho años, sin haber recibido aún la primera comunión, corriendo cada uno hacia su lugar para situarse más derecho que una vela en cuanto sonaba la áspera tos de advertencia.
En la puerta abierta, apareció la humanidad bien plantada de don Salvador, como dudando antes de dar un paso. Venía abrigado hasta la nariz con una bufanda roja.
–¡Buenos días a todos! –saludó mientras se dirigía hacia su mesa de trabajo, un mueble viejo, con arañazos y pintado de color castaño, que se había vuelto mate por la acción del tiempo. Aquel hombre era limpio aunque solía llevar un traje gris de corte clásico y con arrugas. Una vez oí a doña Plácida, la maestra del grupo A, comentarle a una compañera que don Salvador se conservaba muy bien a pesar de ser un soltero cuarentón.
Detrás del maestro, al fondo, un gran encerado ocupaba casi toda la pared. En aquella especie de telón negro nunca faltaban unos dibujos hechos con tiza blanca, simulando orejas de asno, debajo de las cuales se colocaba de pie, castigado, todo alumno sin intención de enmendar sus malas notas. Gracias a Dios nunca padecí la humillación de situarme bajo aquellos apéndices puntiagudos; picota que me habría acreditado como un chaval corto de entendimiento o de conducta irreductible.
Mientras don Salvador colgaba la gabardina y la bufanda en la percha, sus ojos transparentes, de un ámbar oscuro, volaron para detenerse en mí como era costumbre cada mañana. Su rostro chupado lucía un recio bigote oscuro, corto como un pizarrín, y una leve sonrisa, que contrastaba con su entrecejo encogido. Quizás se pregunten ustedes cuál sería la razón de aquella mirada, ¿Pura coincidencia? Hoy acaricio una hipótesis basada en la realidad: Yo era el más aplicado de toda la clase, pues así lo avalaban las calificaciones escolares, y estoy seguro de que ese intercambio visual momentáneo confirmaba un tácito entendimiento entre alumno y docente. Aquel detalle insignificante me servía de estímulo para mantener un alto rasero de buena conducta y no mostrarme agitado, como otros compañeros.
–A ver. Saquen los cuadernos de caligrafía y repitan la página cinco. No quiero ni una sola tachadura –dijo aquella mañana paseando sus ojos acariciadores por los rostros de los alumnos más atrasados.
Tenía que ser la carilla número cinco, la más pesada, la que nos hacía repetir una y otra vez; la que mostraba dos letras que a él le gustaban mucho: la F minúscula, “con sus lobulitos de punta y una filigrana en el centro como la cinta anudada de un regalo”. ¿Y la R minúscula? Esa era menos complicada, pero había que dejarle “bien hecho el moñito en el lado izquierdo de la cabeza”.
* * *
Un día de aquellos en que el frío había cedido, ocurrió algo inesperado. Eran las nueve y media, y don Salvador no aparecía. Los alumnos estábamos extrañados por la ausencia de nuestro maestro, quien nunca había faltado ni siquiera por enfermedad. Sorprendentemente, entró el portero de la escuela y nos mandó al recreo. Algunos se alegraron de aquel cambio en la rutina diaria y se entregaron a sus juegos habituales. Yo preferí sentarme en el primer peldaño de las escaleras que conducían al piso superior, donde se encontraban el despacho de la dirección y las aulas de bachillerato. Desde mi emplazamiento deslizaba, pensativo, los ojos sobre la pista de baldosas del amplio vestíbulo. A través de una gran cristalera, a la izquierda, divisé las cabezas de mis compañeros que se movían alocadamente de un lugar a otro, al aire libre. Gritaban y forcejeaban. Un tal Peláez, transpirando, se acercó a la piletilla del patio. Abrió el grifo y puso la boca torcida bajo el chorro, mostrando un desfile de dientes.
Habrían transcurrido veinte minutos cuando oí pasos por las escaleras. Bajaba don Rafael, el director, acompañado del portero, el cual nos convocó en el aula. Ya sentados en clase, apareció doña Plácida, que traía los ojos enrojecidos, lo que no dejó de alarmarme. Se situó a la izquierda del superior. Yo intuía que algo serio debía haber ocurrido para que se dirigiese a nosotros la máxima autoridad del centro.
–Estimados alumnos –comenzó don Rafael con voz seca y apagada–. Me veo en el doloroso trance de comunicaros que anoche falleció nuestro querido maestro, don Salvador Quiñones. Por lo tanto, el colegio queda clausurado hoy y mañana en señal de luto. Don Salvador nos deja no sólo su recuerdo, el de un profesor que miraba por sus alumnos, sino también un ejemplo de conducta a seguir por vosotros e incluso por la plana docente conmigo a la cabeza –puso una mano en el hombro de la profesora concluyendo–: Desde pasado mañana, os integráis al grupo de la señorita Plácida.
Al final de la alocución, mi espíritu era una lámina gruesa de granito alojada en mis carnes; de forma parecida se encontraban mis compañeros cariacontecidos. El aula mantenía un silencio sepulcral. En el encerado aparecían, sin cabeza y solitarios, los trazos de las orejas de burro, los últimos que nos había dejado don Salvador en vida.
En la percha, junto a la pizarra, mientras escuchaba al director, me había llamado la atención la gabardina que había pertenecido a mi maestro. Don Salvador la había olvidado el día precedente, o tal vez antes; era tan distraído que a menudo se marchaba sin el paraguas. En aquellos momentos de tristeza tuve que ser yo quien reparase en el objeto lacio y sin dueño. Cuando don Rafael acabó de hablar, me puse en pie y le advertí de la existencia de la prenda. La tomó en sus manos con el rostro contraído y los párpados medio cerrados para disimular la emoción, Una vez que hubo traspasado el umbral, se detuvo para extraer algo de un bolsillo de la gabardina mientras conversaba con la señorita Plácida. Era la bufanda roja de mi maestro, de la que se desprendió un trozo de papel blanco. Éste cayó en una gran maceta situada entre la puerta de la clase y el pie de las escaleras.
Nadie se dio cuenta de aquel detalle. Cuando salí del aula, guardé disimuladamente lo que era un sobre cerrado y partí con el resto de los compañeros. Algunos llorábamos, otros conversaban en voz baja. En la puerta del colegio, la compacta masa de alumnos de primaria y de bachillerato se disgregó en pequeños grupos, los cuales tomaron diversas direcciones. Esperé a encontrarme cerca de casa para examinar el contenido del papel. No deseaba que hubiese testigos. Me había atribuido el indecoroso derecho de apoderarme de algo que no me pertenecía, pero actué impulsado por la necesidad de conservar un recuerdo de una persona difunta a la que respetaba y quería. Lo escrito en aquel documento, si era algo personal, quedaría grabado en mi alma, pero no en mis labios. Confiaba en que don Salvador no me lo reprochase desde el Más Allá.
Al llegar a la esquina de mi calle, extraje del bolsillo el ansiado trofeo y cuando estaba a punto de abrirlo, reparé con sorpresa que estaba dirigido a mi padre. Por respeto a don Salvador opté por entregar a su destinatario el sobre, que temblaba con mi mano.
Eché a correr hacia mi casa. Cuando subí, mis progenitores se hallaban reunidos en el salón. Les comuniqué la terrible noticia, y mi madre rompió a llorar. Tras leer la carta, mi padre se volvió de espaldas como si buscase algo en las copas de la vitrina, pero el reflejo aceitunado del cristal no me impidió ver su semblante desencajado por la pena.
De labios de la gente pude conocer la causa de la muerte de don Salvador: Un infortunado golpe en la cabeza contra el bordillo de la acera.
* * *
Han pasado más de cincuenta años desde los sucesos que acabo de referir. Hace una semana, me impresionó ver en la prensa una esquela que anunciaba el décimo aniversario del óbito de doña Plácida, la maestra del grupo A de mi colegio. Aquella noticia fue la espoleta que hizo reventar toda una carga de recuerdos en mi mente.
Busqué y rebusqué entre las pertenencias de mis padres difuntos y ancestros hasta que vi un álbum de fotos. Entre el mosaico de cartulinas grises, descubrí una en la que aparecían mis compañeros alrededor del maestro. La foto había salido torcida, y en ella estábamos los de la clase B en una jornada de excursión a Ribadesella. Parecíamos espectros por los semblantes anticuados. Ah, no vi a Peláez; claro, fue el que nos hizo la foto. ¿Dónde estaría hoy? No había vuelto a saber nada más de él. Don Salvador estaba de pie en el centro de la segunda fila, con expresión humilde, pretendiendo pasar desapercibido, pero resaltaba en el grupo, no sólo por su estatura sino por su gallardía y personalidad.
Al pasar la página del álbum me sorprendió encontrar un sobre aplastado y frágil por las zarpas de los años. En seguida se me vino a la memoria aquella carta que don Salvador había dirigido a mi padre antes de que aquél falleciese y que, por dictamen de mi conciencia, no había osado leer el día que la tomé de la maceta en el colegio. Abrí el envoltorio y extraje una cuartilla escrita a mano por mi difunto profesor.
* * *
Mientras visualizo en el cerebro la película de mis evocaciones infantiles, voy deambulando sin prisas, con un lujoso abrigo de lana gruesa y guantes de piel, por la calle principal del camposanto de Gijón. Marcho conmovido, portando dos ramos de crisantemos; uno está destinado a la sepultura de mis padres y el otro, a la de mi profesor, cuya dirección, facilitada por el administrador del sagrado recinto, ya había sido incluida en mi agenda: calle de los Placeres, número 241.
Después de haber dedicado unas oraciones a mis mayores, deposito mi regalo floral encima de la losa de mármol, bien cuidada. No faltaba un detalle; la piedra marmórea estaba impoluta como el primer día, cuando enterraron a mi padre. La cabecera de la sepultura se emparentaba con el sol a través de un ornato barroco de ángeles tejiendo cadenas de estrellas. Tengo que reconocer, satisfecho, que Luisa, la chica que cuida tumbas en el cementerio a cambio de una modesta cantidad, es sumamente limpia y cuidadosa.
Tras devotas oraciones me despido de mis padres con un adiós emocionado y aprieto el paso; extrañamente, tengo prisa por llegar al lugar donde descansan los restos de mi querido maestro. Me empuja el ariete de una congoja, hermana de la nostalgia que ya me había invadido cuando ayer descubrí el álbum.
Calle de los Placeres, leo en un trozo de cerámica ese nombre sugerente, pero sarcástico para el sitio que pisaba; un término paradójico que me hace meditar sobre los insondables enigmas del otro mundo. ¿Habrá placeres después de la muerte? En verdad, a mí no me faltaban en la tierra.
Dejo a un lado estas cábalas y me concentro en la búsqueda del número 241. No aparece. De pronto veo el 250. Tengo que retroceder, ya que antes había pasado frente al 230, y la numeración es correlativa. Vuelvo sobre mis pasos examinando con detenimiento los números ilegibles de algunas sepulturas ¿Dónde estaría la 241?
Me sobresalta un sonido en la maleza. Surge, a todo correr, un gato maullando detrás de algún animalillo. Aquella irrupción inesperada resulta providencial, pues el felino había huido a través de un claro en los matojos que rodean lo que sin duda es una tumba enterrada en el pasto. Miro a través del hueco en penumbras. Sobre una franja de cemento encalado figura, toscamente pintada en negro, la cifra 241.
Deposito el ramo en tierra. Con el pie separo los tallos de hierba que, al crecer, se habían doblado y cubrían toda la sepultura. Al ver que éstos volvían rebeldemente a su posición original, utilizo las manos enguantadas para arrancarlos y abrirle paso a mi vista. Queda ahora la parte central del sepulcro suficientemente despejada y visualizo, a través de una pátina gris, lo que parece un texto pintado. Froto con los dedos, y nace una palabra: Quiñones. Araño con insistencia a ambos lados del apellido hasta que aparece lo que yo buscaba: Salvador Quiñones Olabarrieta, el nombre completo de quien reposa en aquel lugar. No hay otra escritura ni fecha. Tomo el ramo de crisantemos y lo deposito en las ruinas de la losa combada. Me enderezo y quedo petrificado ante aquel abandono, que contrasta con la ornamentación y plantas de otras tumbas próximas, repletas de color. Rosas, claveles, amapolas y otraas bellezas florales eran las emperatrices en aquel reino callado; dominaban todos los recovecos y también el aire con sus cetros de aromas empalagosos.
Siento amor, mucho amor y un calor intenso dentro de mí a pesar del repeluzno del invierno. Mi sentir no se debe a la soledad tangible de aquel lugar macabro, sino a remotas vivencias que aún permanecen vigentes en mí, y que se vigorizan mientras contemplo la miserable e inmerecida morada de mi profesor.
De repente, siento una mano en el hombro. Me vuelvo y creo reconocer a uno de mis mejores clientes, un hombre bien vestido, cuyo nombre no recuerdo, pues son tantas personas para quienes trabajo. Intercambiamos unos saludos y me extiende una mano plagada de anillos al marcharse:
–Muchas gracias, don Pedro, por salvar a mi hijo de la cárcel. Es usted un magnífico abogado.
Aquel encuentro fortuito ha hecho que me sienta más triste, al memorizar con nitidez la figura erguida de mi maestro alejándose de la escuela, cojeando sobre su rígida pierna. Extraigo del bolsillo de mi abrigo la misiva que hacía una semana había hallado al azar en el álbum de fotos. Entre susurros me puse a leer la letra bien cuidada del desaparecido profesor; él, que siempre había luchado con tesón por que sus niños cultivasen una escritura decente, poseía unos trazos magistrales. El texto escrito, que ya había leído no sé cuántas veces durante la semana, rezaba así:
“Estimado Pedro Ramírez:
Le comunico que su hijo Pedrito rinde en los estudios óptimamente. Es mi mejor alumno y demuestra una disposición excepcional por el orden y la disciplina. Mantiene el aseo en clase y sirve de ejemplo. Hoy les he preguntado a los chicos qué les gustaría ser de mayores. Su hijo me respondió de forma distinta a los demás, lo que no deja de sorprenderme. Con ocho años dijo que su ilusión era convertirse en abogado para defender la ley y la justicia, así, como le digo: “para defender la ley y la justicia”.
Amigo Pedro, como comprenderá, no es frecuente que un niño de esa edad haga tal razonamiento. Y es por ello que le pido encarecidamente que no frustre el deseo de Pedrito de estudiar abogacía si él mantiene su criterio. Estoy muy orgulloso de su hijo, pero él no lo sabe.
Reciba mis afectuosos saludos,
Salvador Quiñones”
Una firma ilegible con rúbrica remataba la lectura conmovedora de aquel trozo de papel dirigido a mi padre.
Me envuelve una ola de ternura y agradecimiento hacia quien había sugerido a mi progenitor que no obstaculizase mi vocación temprana. Mis ojos se cubren de una transparente cortina de agua, y noto humedad en las mejillas. Sollozo con amargura. No me importa que me vean.
Al secarme las lágrimas, el polvo de mis lujosos guantes hacen que me escuezan los ojos mientras converso larga y silenciosamente con una losa combada ante mí.
Transcurrida media hora, por último, me santiguo y digo en voz alta:
–Muchas gracias, don Salvador.
En ese instante, un zorzal se posa en la tumba y picotea a todo lo largo del nombre del difunto, tal vez atraído por el color negruzco de los caracteres, como si quisiera retener en su cabecita aquellas letras torpemente escritas con pincel. De improviso, sale volando. Mi mirada le sigue hasta el cielo. El sol está alto.
Acariciando la carta con mi mano derecha en el bolsillo, abandono la sepultura de mi respetado maestro para ir en busca de Luisa,que debe estar cerca arreglando nichos.